Estaba ya nevando cuando decidí acercarme al pueblo. Siempre estaba bien pegar un vistazo. La vieja casa estaba bien. Cerrada y algo húmeda por las últimas lluvias. Cerré puertas y ventanas, monté en el coche y decidí pasar por el bar a tomar un café y charlar con algún vecino. No estaba el día para andar haciendo nada por el campo. La nieve lo había cubierto todo y el cielo seguía encapotado amenazando con nuevas descargas.

Miraba por la ventana sin ninguna gana de ponerme a conducir. La nieve empezaba de nuevo a caer con fuerza sobre la plaza. Salir del pueblo estaba complicado pero cada vez estaría peor. Por la carretera principal, la pequeña subida, cruzando el puente, estaría helada y cubierta de blanco. Ni pensar en la carretera que iba por las bodegas que estaría peor todavía. Solo quedaba la carretera que iba valle abajo a enlazar con la autovía.

Un vecino, con un todoterreno, paró en el bar. Nos saludamos y hablamos del tiempo y de la carretera. Me dijo que iba a la ciudad. Y, rápidamente, le dije que yo iba tras él, que me fuera abriendo camino. Un poco más tranquilo, tomamos otro café.

Iniciamos la marcha, despacio, sin ver apenas la carretera. Yo solamente veía las luces del todoterreno. Estábamos llegando a cerca de medio camino, cuando una frenada del coche delantero casi me estrella contra su parte trasera. Bajé alarmado pero con extremo cuidado. La nieve cubría mis zapatos y parte de mi pierna. Mi vecino ya había bajado de su coche y soportaba la nieve que estaba cayendo.

A la derecha de lo que se sospechaba que era la carretera, un muñeco de nieve nos observaba.

Y no era un muñeco normal. No tenía unos ojos hechos de botones ni una nariz de zanahoria. Su cuerpo era de nieve, de eso no cabía ninguna duda. Y sus brazos y sus piernas, más gruesos de lo normal, mostraban signos de que la nieve se desprendía de ellos lentamente. Sus ojos parecían reales y vivos. Y te miraban. Toda su cara estaba como cincelada por un buen escultor. Era la cara de una bella muchacha, con nariz, boca, mentón y cejas casi perfectas. Como dijo mi compañero, hasta daba la sensación de que quería decirnos algo. Y era verdad que sus ojos te miraban. De eso no había ninguna duda.

No sé por qué pero a mi memoria vinieron rápidamente los cuentos y leyendas que nos contaba mi abuelo Sindo, cuando éramos chicos, para llevarnos a casa y que dejáramos de jugar con la nieve. Cuentos que siempre hablaban de muñecos que cobraban vida y que perseguían a los niños, de ejércitos de muñecos que invadían los pueblos y que solamente se les vencía cuando dejaba de nevar y se iban derritiendo con el sol. Siempre mi imaginación veía, como ahora, ir cayendo la nieve, en jirones, hasta que el muñeco se derrumbaba y solamente quedaba de él un charco de agua en el suelo.

Nos mirábamos incrédulos. La muchacha de nieve no se movía. Nos daban ganas de montar en los coches y salir huyendo. Pero, quizá fuera la perfección de los rasgos del muñeco lo que nos estaba reteniendo. Le tiramos alguna bola (a su cuerpo y despacio para “no hacer daño”). Ni un solo movimiento. No sé si es que estábamos esperando otra cosa de un muñeco de nieve. Pero seguro que nos miraba.

Lo rodeamos, sin atrevernos a tocarlo. La nieve seguía cayendo cada vez con más fuerza. Tanto nosotros como el propio muñeco estábamos totalmente cubiertos de blanco. Solamente su cara permanecía igual. La nieve no se posaba en ella. En alguna ocasión, fruto probable de mi mal atemperada imaginación, creí ver una leve sonrisa en sus preciosos labios.

Más de una hora estuvimos contemplando aquella figura, haciéndonos miles de preguntas que quedaban siempre sin contestar. Una y otra vez hacíamos ademán de dar la vuelta hacia el coche. Y una y otra vez nos quedábamos parados y nos dábamos la vuelta para seguir contemplando a la muchacha de nieve.

Nos miramos y, por fin, nos decidimos. Por muy bella que fuera, no dejaba de ser un simple muñeco de nieve.

El todoterreno arrancó rumbo al mar blanco que nos esperaba aún delante nuestro. Yo arranqué detrás de él, pero no pude por menos de echar una última mirada, por el retrovisor, a la figura.

Volví a frenar de golpe, al igual que hizo el todoterreno. Su conductor seguro que, como yo, también estaba mirando.

Nuestra muñeca de nieve iba corriendo hacia el pueblo.

 

Ángel Lorenzana Alonso