Entró decidida en la caverna que el clan había adoptado como nuevo hogar. Dos hombres, uno a cada lado de la lanza que descansaba en el suelo, discutían con gestos más que con palabras. Agacharon la cabeza cuando ella entró y se callaron. Ella apenas echó una mirada a la caverna para ver que todo estaba en regla. Era la líder de aquel grupo de humanos que, ahora, confiaban en ella.

Hacía ya más de treinta días que tuvo lugar la “batalla” de gritos y empujones entre ella y el hombre que ostentaba la jefatura hasta entonces. Ella era la que había encontrado la gruta y la que había cazado la última pieza de carne que los había alimentado hasta ahora. Eran méritos suficientes. Era la jefa.

Los dos hombres que discutían se jugaban el honor de intentar estar con ella la noche venidera. Se jugaban solo el intento. La última decisión era ella la que la tomaba. Y mañana era día de caza. La decisión era que iba a dormir sola y descansar. Solo esos dos hombres tenían el derecho de intentarlo. Eran los únicos cazadores que quedaban, además de ella misma.

El clan se había ido reduciendo: dos hombres jóvenes pero no muy fuertes, una mujer joven que se había convertido en inesperada dirigente, cuatro hombres ya mayores que solo ayudaban con consejos y que ayudaban un poco en tareas de recolección, cinco mujeres despellejadoras y cuidadoras de la carne, y tres niños que solo comían. No le quedó más remedio a ella que hacerse valer y tomar el mando.

Antes de eso, su misión era pintar y hechizar a las bestias. Las paredes dejaban muestras de su arte. Pero, un día, se dio cuenta que con eso solo no bastaba. Veía que, a pesar de sus rezos y conjuros, los uros y los mamuts no caían desplomados ante ella. Y, en más de una ocasión ante los grandes animales, ella, con solo dieciséis años, salió con su lanza y con sus flechas a ayudar a los dos débiles cazadores del clan. Era cuestión de supervivencia.

Después de mirar a los hombres que discutían su derecho a estar con ella, cogió la lanza del suelo, se plantó ante ellos y dijo un “no” que los dejó perplejos y sin saber qué hacer. Ambos habían soñado con esa noche pero ambos se retiraron a dormir. Ella buscó su rincón y, durante un buen rato, colocó las lanzas, revisó el arco y contó las flechas que le quedaban. Su hacha de piedra estaba lista y sus correajes también. Mañana había que madrugar para pillar a los bisontes en el abrevadero. Iba a ser un buen día de caza.

La hoguera seguía ardiendo en el centro de la gruta. Todo el mundo trataba de dormir arropado con las pieles. Nadie se dio cuenta de dos ojos amarillos que miraban desde fuera, desde el abrigo de los matorrales. El destello de la hoguera en sus ojos y unas puntas de pelo negro asomando por encima de sus orejas le delataron.

Antes de que se diera cuenta y cuando ya su mirada se había posado en uno de los pequeños, una flecha cruzó la caverna. De pie, delante del cubil que era su dormitorio, ella tenía su arco en la mano y preparaba una nueva flecha. Por si hiciera falta.

El lince intentó escapar pero no pudo. Cinco mujeres con cuchillos de piedra y unos cuántos viejos se echaron encima. El clan no pasaría hambre estos días.

Ella sonreía.

 

Ángel Lorenzana Alonso