Siete monjes quedaban tan solo en aquel viejo monasterio en medio del bosque. Siete monjes no demasiado mayores todavía. El resto, de hasta más de treinta que hubo en algún tiempo, habían ido muriendo o escapado a otros monasterios lejanos para huir de éste.

Decían que estaba maldito. La verdad es que ocurrían cosas un poco extrañas. Un viejo cazador, proveedor de carne para los monjes, era el que se encargaba de propagar las historias. Unas porque él mismo decía haberlas visto, otras porque le gustaba sacar cuentos de los detalles, inocentes los más de ellos, que veía u oía de los frailes. Si un monje era visto salir a ver las estrellas, era, según el cazador, porque una moza le estaba esperando.

El lugar en que se asentaba el viejo edificio era propicio para estas habladurías. Estaba en medio de un bosque de árboles casi tan viejos como las piedras de los muros. Ninguna luz por la noche, salvo la luna y las estrellas. Asentado sobre un pequeño risco que sobresalía de entre los árboles, su aspecto era un poco tétrico, sobre todo cuando empezaba a anochecer. En algunas noches, cuando te estabas acercando por el estrecho sendero, subiendo por el risco, las torres se recortaban sobre la luna que aparecía sobre el horizonte.

Los monjes nunca abandonaban el monasterio. Las grandes puertas de roble chirriaban por falta de grasa de sus goznes oxidados. Pocas veces se abrían. Una vez a la semana cuando el cazador las atravesaba para dejar la caza y otra vez, cada dos semanas aproximadamente, en que algún vecino del pueblo más próximo se acercaba para aprovisionarles de algunos alimentos necesarios y que ellos no podían conseguir de sus animales y huertos, como algo de pescado, arroz, lentejas y demás. Un gran pozo en medio del patio les daba agua suficiente. Y un gran huerto en la parte de atrás servía para los alimentos más básicos.

Nadie más entraba y nadie más salía de aquellos muros que parecían caerse a pedazos. Una cigüeña anidaba en la torre más alta y pájaros de todo tipo campaban a sus anchas por los antros abandonados. Nadie, salvo ellos, sabía del quehacer de los monjes. Las alimañas del bosque no se atrevían a aproximarse. Por eso la gente decía que estaba maldito.

Las gentes de los pueblos vecinos murmuraban e inventaban historias. Una mujer desapareció un buen día porque se marchó con un vecino de otro pueblo. Eso se supo mucho más adelante, años después. Su desaparición se atribuyó rápidamente a los monjes. Se comentaba que la habían raptado y que había servido para unos ritos diabólicos que hacían los monjes en la Semana Santa. En otra ocasión, un niño desapareció en el bosque. Los monjes y su monasterio cargaron también con las culpas.

Decían que en las noches de luna llena se oían aullidos de lobos dentro de los viejos muros. Y, últimamente, alguien dice que vio entrar a un grupo de mujeres. Y nadie las vio salir, aunque, como decía el herrero, quizás era porque nunca habían entrado. Los aullidos era verdad que se oían aunque nadie podía asegurar que procedieran de dentro del monasterio.

Pero las historias corrían y cada día eran más las que la gente contaba. Tanto era así que llegó a oídos del obispo de la zona quien decidió tomar cartas en el asunto. Envió tres sacerdotes con una fuerte escolta. Recorrieron el monasterio por dentro y por fuera. Nada encontraron de raro y, por si acaso, visitaron los alrededores, los pueblos y los bosques. Escucharon todas las versiones y todos los cuentos y hablaron, como no, con el cazador y con el vecino que llevaba el pescado. Y, faltaría más, preguntaron e indagaron por el grupo de mujeres que, según algunos, casi todos, habían entrado en el santo lugar.

Volvieron e informaron de los siete monjes, de sus costumbres y sus hábitos de vida, de los vecinos y de sus murmuraciones. Y de la cantidad de pajarracos que cohabitaban en el monasterio que se estaba cayendo a pedazos. De las mujeres nadie sabía nada.

La gente seguía insistiendo en la creencia de que las mujeres estaban dentro. Se escuchaban voces, murmullos y risitas, tanto de ellas como de los monjes. Los lobos ya se acercaban hasta la misma puerta y grandes hogueras se hacían en el patio casi todas las noches y hasta muy cerca del amanecer. Alguna vez, algún vagabundo dijo ver a un monje bailando en lo alto de la torre. Cuando le preguntaron si bailaba solo o con mujeres, no supo responder.

Por todos estos antecedentes, a nadie le extrañó demasiado cuando, un sábado de junio, las llamas se veían a larga distancia y el resplandor iluminaba los árboles del bosque. Cuando los vecinos de los pueblos se acercaron, ya nada pudieron hacer. Todo el monasterio era una gran pira. Los lobos habían huido, ninguna voz ni grito se escuchaba. Solamente pudieron derribar las grandes puertas de roble y contemplar cómo las llamas acababan con todo. Ni una piedra se salvó.

Ya había amanecido y el sol asomaba por el horizonte. Los vecinos, la mayoría, se iban marchando sabedores de que poco o nada se podía hacer. Algunos, no obstante, un tanto hipnotizados, seguían de pie mirando las llamas ya casi apagadas. Rebuscaron en busca de cuerpos, convencidos de la existencia de cuerpos masculinos… y femeninos. Nada pudieron encontrar.

Cuando ya las cenizas solamente humeaban, alguien llamó la atención de varios pájaros posados en un tronco chamuscado. Uno de los pájaros soltó un  kiu-kiu-kiu-kiu  y siete majestuosos gavilanes levantaron el vuelo.

Tres vueltas en círculo dieron en el cielo, sobre los restos del monasterio. Y se fueron hacia las montañas del norte.

 

Ángel Lorenzana Alonso