Volvió su cabeza y sus ojos se fijaron en el cielo gris que marcaba el horizonte. Casi nada había cambiado. El tiempo había pasado, se había ido diluyendo en el fragor de los años y los años habían sido demasiado largos. Casi tan largos como el brillo del sol y el soplo del viento, Casi tan largos como la esperanza perdida o como el fuego eterno de este verano que no se acaba, como el solitario fuego de días asfixiantes y de noches llenas de miedo y dolor.

Cuando vio el humo en el valle, sus negras columnas elevándose al cielo, recordó su vieja casa que ya no existía, recordó su habitación, a su mujer y a sus hijas. Y recordó que ya no estaban. Todo se había ido con las llamas. Todo acabó cuando el fuego llegó hasta ellas.

Caminaba despacio pero seguro. Sabía que aún quedaba mucho camino que recorrer, muchas montañas que dejar atrás, muchos senderos entre la nieve que todavía no había alcanzado. A estas alturas de este maldito verano, parecía hasta ilusorio llegar a encontrar un refugio que había construido cuando tenía veinte años. Y al que nunca más había vuelto. Pero era la única idea válida que se le había ocurrido.

Un paso detrás de otro. Cada uno más penoso que el anterior. Le pesaban ya las piernas pero pesaban más los recuerdos. Unos recuerdos que no se iban, que se habían anclado en su mente, que tiraban para abajo y que apenas le dejaban andar. Miraba a las montañas, a sus queridas montañas, tan lejanas en el espacio… y en el tiempo.

Y aún no había llegado a la nieve. La veía allá arriba, casi inalcanzable para las fuerzas que le quedaban. La senda que seguía iba ascendiendo poco a poco. Cruzaba los valles y el caminante solo se daba cuenta de la altitud cuando miraba abajo, al fondo. Y así se daba cuenta también de la distancia que, cada vez mayor, le iba separando de su mundo de los últimos años.

Ella le había convencido de que bajara de las montañas, de que construyera una vida en el llano, con ella y con las hijas que iban llegando. Y, un poco a regañadientes, se había dejado convencer. Echaba de menos la nieve y el frío, pero se fue acostumbrando y era feliz.

Pero sus hijas se fueron. Y su mujer se fue con ellas. En un instante se perdieron entre las llamas. Unas llamas que llegaron por sorpresa, de noche, cuando él no estaba, Y acabaron con todo. Cuando él llego ya no había nada, ni siquiera un recuerdo. Por eso, cogió otra vez su vieja mochila y se marchó, Después de varias vueltas por el pueblo, saludando a unos y otros, vino a su cabeza la imagen del refugio. Y enfiló hacia él.

Llevaba días caminando, ya ni se acordaba de cuántos, los recuerdos no se iban y caminaban con él. Intentaba, en vano, recordar más atrás, cuando construyó su refugio, cuando no había recuerdos, cuando todo su pensar era para los ciervos y para los lobos. Cuando las emociones solo hablaban de caza, de vivir y de sobrevivir, de vencer al frío y a la nieve. Y de cuando ella apareció en la puerta de su cabaña, de cómo le había mirado y de cómo él se perdió en aquella mirada.

Ella, herida y perdida, estuvo solamente una semana con él. Pero fue suficiente. Le convenció para irse con ella. Bajaron al llano, cerró su refugio, se despidió de los lobos y de los ciervos. Y de la nieve y de las montañas. Hacía ya cerca de veinte años.

Vivió feliz allá abajo. Nacieron sus hijas y los cuatro miraban juntos a las lejanas, muy lejanas, montañas. Él les contaba historias y les prometía llevarlas a visitarlas. Pero nunca pudo hacerlo. Eran demasiado pequeñas, unas veces, Eran demasiado frágiles, decía otras veces su madre. Estaban demasiado lejos, recordaba él, y eran demasiado peligrosas. Ellas nunca pudieron ver aquellas montañas que eran parte de su propia vida. Nunca pudo enseñarles su refugio, aquella casa, hecha por él mismo, que sirvió de hogar durante tanto tiempo. Y ahora, mientras volvía, pensaba que ya nunca las llevaría. Habían quedado allá abajo, junto a su madre, en un pequeño lugar poblado de cipreses verdes y de tumbas silenciosas. Él volvía a estar solo y volvía a su soledad.

Su caminar se hacía lento y pesado cuando recordaba. Sin darse cuenta, estaba ya pisando la nieve y el sendero se iba perdiendo entre ella. El verde de los árboles y el blanco de la nieve le estaban rodeando de nuevo. En varios días más, estaría en su refugio. Nunca más volvería al llano, Los recuerdos nunca le dejarían volver. Las lágrimas, sus lágrimas, no le dejarían ver el camino.

Cuando llegó a su casa, un viejo aullido le dio la bienvenida. La loba gris, su antigua compañera, estaba en la entrada. Esperándole.

 

Ángel Lorenzana Alonso