El grupo seguía atento las explicaciones del guía. Muy didáctico y muy divertido, aquel hombre hablaba y hablaba y todos escuchábamos y le interrumpíamos para hacerle preguntas. No sé a quién de nosotros se le había ocurrido hacer una visita al cementerio y contratar un guía para ello. Una idea un tanto absurda pero que estaba resultando de lo más interesante.

Filas de tumbas, todas blancas, y algún mausoleo que otro. Nos parábamos en algunas y el guía aprovechaba para hablarnos del personaje allí enterrado, de sus hazañas, de sus padres, de su mujer y de sus niños. Los muros encalados del cementerio guardan celosamente las historias de sus moradores. El silencio te invita a viajar a otras épocas, algunas no tan silenciosas, a revivir contiendas y a recordar historias casi olvidadas. La diosa Niké, alada y majestuosa, recuerda a los muertos en una de las guerras.

Nos habló de esos moradores que, siendo de otro sitio, habían venido a parar aquí. Era esta una ciudad peculiar, destino de militares, de arquitectos, urbanistas, comerciantes, personas de muchos lugares y que el destino los había guiado para juntarlos en este cementerio. Casi todos vinieron un día, por azares de sus vidas, y aquí se quedaron y aquí murieron y fueron enterrados. Las cruces indican su cultura, distinta de otras culturas y de otros templos y cementerios. Pero unidos en sus azarosas vidas en un trozo de tierra de apenas doce kilómetros cuadrados, un tiro de bala de un cañón “Caminante” que marcó límites y puso fronteras en donde no las había.

Las historias se hilvanaban unas a otras. El guía las unía y las separaba a su antojo, entretejiendo historias verdaderas y leyendas, contando la vida e historia de una ciudad a través de la vida de sus personajes. Historias de batallas perdidas o ganadas, levantando la vista para divisar, no muy lejano, el célebre barranco del lobo y recordando la vieja canción que yo tenía casi olvidada.

Explanadas con vistas al mar, con tumbas iguales unas a otras, blancas y una sola cruz negra en cada una, tumbas sin nombre, depositarias de historias individuales y desconocidas, recuerdos de tragedias pasadas y testigos silenciosos de tantos héroes también silenciosos.

Como una vieja tumba con una columna inclinada, recordatorio de una vida que quedó rota en esta ciudad. O la leyenda de un soldado que se había suicidado y que, años más tarde, se descubrió su cuerpo con un tiro en la nuca, un tiro por un amor equivocado. Se sigue “apareciendo” a algunos visitantes y concediendo favores a quien le reza. Probablemente la tumba con más flores a su alrededor.

 Atento a ellas, no me di cuenta de cuándo se unió a nuestro grupo. O ¿es que estaba con nosotros desde que entramos?

Éramos siete en el grupo. Algunos seguíamos al guía y preguntábamos por la historia de la vieja Russadir, por sus hombres y mujeres, por sus leyendas, por sus guerras, sus barrios… A la sombra, medio dormido pero más atento que nosotros, estaba él. De color azúcar y canela, aquel gato se había unido al grupo sin que nadie se diera cuenta. Miraba al guía y nos miraba a nosotros. De vez en cuando, hacía como que dormitaba. Cuando el guía daba un paso hacia otro sitio, él se levantaba y caminaba con nosotros. Al llegar al nuevo destino, nos miraba, comprobaba que estuviéramos los siete, buscaba una sombra cercana y esperaba atento el próximo movimiento. A veces parecía dormido pero su oído estaba atento y sus ojos, entre parpadeo y parpadeo, escudriñaban los alrededores y vigilaban al grupo. Nada escapaba a su mirada. Y esperaba cuando alguien se rezagaba.

Una vez, le sorprendí mirándome fijamente. Pienso que se había dado cuenta de que ya hacía rato que yo le observaba. Le sostuve la mirada mientras pude. Al final, él me ganó. Se levantó con sus movimientos cansinos y caminó despacio, en pos del guía. Nosotros siete íbamos detrás. De vez en cuando, volvía su cabeza y nos miraba. Y me miraba. Estoy seguro que me miraba. Era un duelo sin palabras. Tan ensimismado y preocupado estaba con el gato que me perdía algunas explicaciones. Y me daba rabia. Pero no podía por menos que observar al gato.

Cuando llegamos otra vez a la entrada del cementerio, varias horas después, llenos de datos y pensando en las historias que nos habían contado, el grupo se estaba despidiendo del guía y agradeciéndole sus magníficas explicaciones. El gato, a la sombra, observaba a cada uno y esperaba que traspasara la puerta hacia fuera. Me miró mientras yo hablaba con nuestro guía. Y me observó con mayor firmeza cuando le pregunté por el gato, advirtiéndome de que me estaba escuchando. Salí del cementerio bajo su atenta mirada.

Al darme la vuelta, el gato azúcar y canela me seguía mirando desde la puerta. Por un momento, quise ver una sonrisa en su preciosa cara.

Ángel Lorenzana Alonso

Dedicado a José Oña, guía increíble del cementerio cristiano de Melilla