A veces montado en su caballo, a veces a pie con el caballo del ramal, el vigilante iba recorriendo la senda formada de tanto caminar una y otra vez por el mismo sitio en busca de señales delatoras. El vigilante bien la conocía y bien conocía su función. Más de una vez, y más de cien, le había tocado hacer la guardia en esta tercera torre.
Nunca pasaba nada pero el amo, desde su castillo, quería ser precavido y por eso había instalado este sistema de vigilancia. Un sistema que ya los señores feudales habían utilizado en su época y que consistía en círculos de torres alrededor del castillo. En cada torre, un vigilante que inspeccionaba metódicamente el terreno y vigilaba por si el enemigo se acercaba. Las torres se comunicaban entre sí mediante señales con espejos y la información llegaba, en segundos, al castillo. En caso de amenaza, daría tiempo suficiente para prepararse para la defensa.
En esta torre, una de las del tercer círculo, el peligro aún no había llegado. O, por lo menos, el vigilante no pudo encontrar, por mucho que examinó, ninguna señal: no se veía ningún enemigo ni ninguna huella suya. Hasta el horizonte estaba despejado.
El vigilante subió hasta lo alto y, con el espejo orientado hacia el sol, transmitió el mensaje a la torre correspondiente del segundo círculo: “ninguna novedad y no hay enemigos a la vista”. La torre receptora lo repitió hasta la torre del primer círculo y ésta hizo lo mismo. En menos de un minuto, el mensaje estaba en poder del rey.
Y el rey quedó tranquilo. Habló con la reina y ambos subieron hasta la habitación más alta del castillo. En ella estaban el príncipe y la princesa, de cinco y tres años, ansiosos y deseosos de bajar al jardín. Sus padres pensaban que, si el enemigo llegase al castillo, los príncipes siempre estarían un poco más seguros cuanto más altos estuvieran. Bajaron de la mano de sus padres y corrieron y saltaron por el verde muy bien cuidado. Era lo que más les gustaba.
El rey, a pesar de los mensajes negativos de todas las torres de su reino, echó un vistazo rápido por el jardín, por el césped y por los árboles. Para estar más tranquilo. Y, por fin, satisfecho de su inspección, dejó jugando a sus hijos y entró en el castillo a despachar algunos asuntos pendientes. Recibió visitas, atendió al mayordomo y al ama de llaves e, incluso tuvo tiempo de jugar un poco con la reina. Se le veía tranquilo y de buen humor. Todo lo tenía controlado y en orden.
En ello estaba, en sus juegos con la reina, cuando llegaron nuevos mensajes de tranquilidad desde todas las torres de vigilancia. Todo estaba bien y sus hijos jugaban alegres y felices. Vio cómo se acercaban al castillo y hablaban con la cocinera. Al cabo de un rato, la cocinera les entregó un frasco bien tapado y ellos marcharon corriendo por entre los árboles. El rey sonrió y se los imaginó llenando el tarro con hojas verdes como habían hecho otras veces.
Cuando el sol ya estaba declinando, el rey les llamó, les obligó a lavarse las manos y los tres fueron hasta la mesa, ya dispuesta para la cena. Nadie se volvió a acordar del frasco de cristal ni de las hojas recogidas. Solamente una de las sirvientas les preguntó por él y ellos respondieron que lo habían dejado junto al árbol más grande, bien tapado.
Después de la cena, unos cómicos y saltimbanquis hicieron las delicias de niños y mayores. La felicidad llenaba el castillo.
A punto estaban de quedarse dormidos cuando la princesa se acercó corriendo a su padre y algo le murmuró al oído. El rey se sobresaltó. Se levantó y echó mano a su espada. Corrió por el salón y llamó, despavorido, a su guardia. Sonaron trompetas y añafiles. Los guardias llamaron a otros guardias y, pronto, el ejército entero está formado en la explanada del castillo. Al frente, los capitanes esperan las órdenes del rey.
Y el rey, con su hija de la mano, busca el tarro de cristal junto al árbol. A la luz de las antorchas, lo coge en sus manos y corre hacia el castillo. Llama a la reina y al capitán de su guardia. Les enseña, fuera de sí, el contenido del tarro. “El enemigo ha llegado”, grita mientras envía a sus hijos a la habitación más alta de la torre.
El ejército se pone en marcha, una vez que han llegado ya los guardianes vigilantes de las torres y se han integrado en sus unidades respectivas. La vigilancia ha resultado inútil y se requieren todas las fuerzas para defender el castillo.
Con el rey al frente, ya de noche cerrada, el ejército se divide, en estrategia ensayada mil veces, en grupos de cuatro unidades y se desparrama por el bosque. Buscan pequeños montones de tierra y aplican líquidos y antorchas en un desesperado intento de detener la invasión.
Al amanecer, el rey, exhausto ya, está apoyado en el alto muro de la torre más alta del castillo. Por encima de su mano, las negras hormigas suben tranquilamente, en filas bien ordenadas, hacia lo alto.
Ángel Lorenzana Alonso