Habían dormido al pequeño abrigo que proporcionaba el bosque. Ahora, los cuatro caballeros, pese a las maldiciones y a las leyendas que inundaban el camino, habían emprendido viaje, al amanecer y justo por el que denominaban “el camino del alba”. Se habían mirado, se santiguaron y picaron espuelas justo cuando el sol lanzaba sus primeros rayos.

A pesar de que decían no temerle a nada, iban recelosos y mirando disimuladamente hacia los lados y hacia atrás. Y esa intranquilidad se la iban transmitiendo a sus caballos que caminaban inquietos y entre algunos bufidos.

La noche anterior, acampados en el borde del bosque, recordaron, entre bromas, algunas de las leyendas del camino: los monjes desaparecidos, los buitres que atacaban a los viajeros, las voces que sonaban con el viento, los rayos que asustaban a jinetes y caballos, las apariciones en medio de la niebla, la gran cantidad de personas que se habían perdido y que nunca encontraron el camino… y multitud de historias y anécdotas de los que, milagrosamente, habían logrado llegar a la ciudad situada a dieciocho leguas escasas desde la salida del bosque.

Ellos sabían de esas cosas. Nada podía sorprenderles ya. Ellos habían sido, junto a otros cinco compañeros, los “ideadores” de aquel camino que atravesaba desfiladeros, horadaba montañas, vadeaba torrentes, esquivaba peñas y reducía pendientes. Con ello, se ahorraba al viajero cientos de leguas y un viaje lleno de peligros y dificultades. Pero, poco a poco, el camino del alba había heredado los maleficios del antiguo camino y había ido atrayendo bandidos y demonios mientras que las leyendas y las supersticiones habían convertido el nuevo camino en impracticable.

Cinco antiguos compañeros habían desaparecido en distintos viajes por el nuevo camino. Ahora, los cuatro restantes, juntos, trataban de desentrañar el misterio y de “purificar” de nuevo el camino para volver a hacerlo transitable.

Habían pasado túneles y desfiladeros sin contratiempos y con solo el miedo por compañía. De repente, una gran roca cayó junto a ellos. Los caballos se encabritaron y a punto estuvo de precipitarlos al abismo. Ya no podían seguir. Estaba avanzando deprisa la oscuridad por el sendero y temían que la noche les sorprendiera sin llegar a sitio seguro. Dar la vuelta ya no era posible.

Un hechicero apareció detrás de ellos, amenazándoles y recordándoles el aciago destino de sus antiguos compañeros. No por ello se amedrentaron los cuatro y, con sus lanzas en ristre, se lanzaron contra el hechicero quien, no pudiendo retroceder, quedó ensartado contra la pared de roca.

Tardaron en quitar la roca caída pero por fin lo lograron. Ya había llegado la noche y, a la luz de improvisadas antorchas, llegaron hasta la ciudad. Recibidos con grandes fiestas y agasajos, prometieron y juraron que el camino del alba estaba despejado de nuevo y que así seguiría para siempre. Ellos quedarían de guardia.

Después de algunos días de “limpieza” del camino, los demonios huyeron, los hechiceros se retiraron a lugares más seguros y los bandidos fueron derrotados. Dos caballeros se quedaron, uno a cada lado del camino, a la entrada cerca de la ciudad. Otros dos dieron una última batida por el camino y se situaron, también uno a cada lado, en la entrada cercana al bosque. Y allí, los cuatro, fueron convirtiéndose en estatuas de piedra para causar terror y seguridad a la vez.

Pasaron largos años. Un grupo de niños de la ciudad jugaba al lado de las estatuas. Todos eran felices. Todos menos uno. Aquel niño torvo, envejecido antes de tiempo, recordaba a su padre, el hechicero, miraba con inquina a las dos estatuas y se prometía venganza. Su paciencia se estaba acabando.

 

Angel Lorenzana Alonso