Sus padres le habían advertido bien de que no traspasara la línea de las piedras azules. Más allá empezaba lo desconocido. Más allá estaba el peligro y ni él ni su rebaño debían tentar a la suerte. “Mantente siempre lejos de las piedras azules” “Nunca cruces esa línea”, le repetía una y otra vez su madre.

En cierta ocasión, su padre había subido con él a la montaña. Dejaron bien guardado el rebaño al cuidado de los perros y subieron más arriba, hasta donde las nubes estaban al alcance de la mano. Allí estaban. Esas dos filas de piedras azules que marcaban el límite de la montaña. Más arriba era terreno prohibido. Era la tierra de los dragones. Y el pacto hecho con ellos debía respetarse para que todo fuera bien, como lo era hasta ahora. Nadie pasaba al otro lado. Nadie.

Esta mañana, con alguna nube en el cielo pero con el calor apretando como siempre, el niño, de casi doce años ya, buscaba un lugar más fresco para su rebaño. Los perros tenían la lengua fuera pero seguían subiendo. Los buenos pastos estaban allá arriba, cerca de la línea prohibida. Encontró un lugar, al pie de la Roca Grande. Las ovejas respiraron aliviadas y los perros se tumbaron a la sombra después de comprobar que todo estaba en orden. El muchacho se quitó la gorra y miró hacia arriba, hacia la montaña, hacía más allá de las pocas nubes que adornaban las cumbres.

La idea volvía una y otra vez a su cabeza. Siempre la misma pregunta y con la misma fuerza: ¿Qué había después de las piedras azules? Todos decían que no se podía, pero ¿por qué? ¿Era solo una leyenda o era un verdadero peligro? Recordaba otras cosas que le contaban de pequeño y que, más tarde, resultaron no ser nada. Como los Reyes Magos, Papá Noel, el Coco, las brujas, las hadas del bosque, el sacamantecas… todo cuentos que resultaron falsos. A lo mejor, eso de las piedras azules era otro de esos cuentos. Todos los días lo pensaba, y mientras más lo pensaba más ganas le entraban.

Por fin se decidió. Cogió el cayado – por si acaso – y enfiló hacia arriba, mirando a todos lados y mirando atrás para no perder el rastro de dónde había dejado su rebaño. Pensó, ahora ya era tarde, que debía haber traído a la mastina con él. No tardó en encontrarlas. Dos filas de piedras azules que se perdían más allá de la niebla, a su derecha y a su izquierda.

No lo pensó demasiado. Cruzó al otro lado. El miedo le hizo pararse en seco. No movía ni un pelo. Solo sus ojos giraban a los lados y al frente, pero nada pasaba. Todo seguía igual que siempre. Volvió a pasar a “su” lado. Y otra vez, cruzó. Así estuvo un buen rato, pasando y volviendo, comprobando que nada había ocurrido.

Decidió seguir las líneas de piedras pero por el lado de arriba, pegado casi a ellas, por si tenía que volver a su lado deprisa. La niebla iba envolviéndole y metiendo frío y miedo en su cuerpo. Ya no sabía ni dónde estaba ni dónde estaba su rebaño. Estaba un poco arrepentido ya de su aventura pero siguió adelante. Creyó ver algo entre la niebla y se paró en seco. No podía ni moverse. Ese algo iba definiéndose cada vez más. Y se acercaba. Era claramente la figura de un dragón, pero… venía por la parte de abajo de las piedras.

Saltó para su lado y casi chocan en la niebla. Se pararon uno enfrente del otro y quedaron mirándose. Era un pequeño dragón, tan asustado como él. El dragón pegó un salto para la parte de arriba de las piedras azules. Se miraban y parecía que se desafiaban con la mirada.

Después de un rato y pasado el primer sobresalto, el niño cogió una de las piedras azules y la puso más arriba en la montaña. El dragón se asustó y se tapó los ojos con sus pequeñas alas. Miraba, asustado, para todos lados, extrañado de que no pasara nada ante tamaña herejía hecha por aquel niño. Cuando el susto fue pasando, sonrió con esa medio sonrisa con que se ríen los dragones. Se acercó a las piedras y lanzó una rodando para abajo.

El pequeño dragón y el pequeño muchacho soltaron una carcajada y se dedicaron toda la mañana a deshacer las filas de piedras azules. Y así seguían cuando la madre del pequeño dragón vino a buscarle. Ellos querían huir pero los atajó. Mamá dragón miró las piedras y miró a aquellos pequeños que se protegían el uno al otro. Ya eran amigos. la mamá soltó una gran carcajada y lanzó una llamarada por su boca. El pequeño dragón trató de imitarla pero no pudo. El niño no paraba de reírse.

Los llevó un poco más arriba, a la gran cueva de los dragones azules. A su manera, contó lo que habían hecho los críos y cómo nada había ocurrido. El dragón más viejo recordó las antiguas leyendas y el significado de las líneas de las piedras azules. Por lo visto, concluyó, las historias eran muy exageradas. Todos rieron, a su manera.

El muchacho se olvidó del rebaño que, guiado por los fieles perros, ya había llegado a la majada. Llegó a su casa y contó su aventura. Nadie se lo creía. El pueblo entero estuvo un mes temeroso de que el cielo se desplomara o de algo parecido.

Se formaron delegaciones y se hicieron reuniones de hombres y dragones. Quitaron las piedras azules y establecieron sistemas de mutuo beneficio.

Mientras tanto, pequeños dragones y niños jugaban juntos por toda la montaña. Y, a veces, viajaban a los valles vecinos. Un día, en otra montaña, encontraron unas líneas de piedras amarillas. Volvieron horrorizados a su montaña.

 

Ángel Lorenzana Alonso