Maravilló a todos con su elocuencia, con su prestura y con sus dádivas frecuentes en los salones de aquella corte llena de rellenos señores y señoras también rellenas, aunque nada más fuera que de ignorancia.

Mostró sus hábiles dones en donde los dones escaseaban y maquilló sus faltas con el arrebol de su prestidigitadora oratoria. Sus palabras sonaban a gloria porque alababan a unos y a otros y nadie quería quedarse sin verse a sí mismo reflejado en las lisonjas. Todo el mundo sabía que aquel personaje apenas valía un cuerno y que siempre había sido y siempre sería un malandrín sin vergüenza y sin otro oficio que el de decir memeces biensonantes.

El rey, la reina, los validos y los cortesanos jugaron todos al juego de no enterarse y al buen deporte de ser ignorantes de cuanto pasaba. Todos miraban su propio ombligo y nadie pensó en las consecuencias o en cómo le repercutiría lo que aquel “trovador” decía.

Y así pasó el tiempo y así pasó el otoño. Cantando y divirtiendo a la corte con su aire de bufón y de señor a la vez que de mentecato y sinsustancia. Las tardes fueron cayendo a la vez que caían en su zurrón los provechos de sus decires.

Con el invierno llegaron los recogimientos, las reuniones más frecuentes y las fiestas de dos en dos. El trovador no tenía tiempo para asistir a todas y empezó a excusarse en unas y a presentarse en otras pasado el miserere.

Las damas empezaron a murmurar, los señores seguían rascándose la barriga y los cortesanos seguían a lo suyo. A empolvarse sus narices para así no oler lo mal que olía. Y, cuando el trovador no estaba, o por falta de ganas o de tiempo, empezaron a pensar en lo que el trovador diría si estuviese o estuviera con ellos. Lo de pensar no se les daba muy bien, por la falta natural de pensamiento y por la falta de práctica desde que nacieron. Pero, a veces, alguna neurona despistada hacía su labor y lograba echar para adelante algún palabro que quisiera decir algo.

Uno dijo “jolines”. Otro dijo “vaya usted a saber”. Aquel vino a decir “¿qué hacemos” y un otro llegó a contestar “llamemos al trovador”. Mira tú por donde que nuestro trovador sin vergüenza y sin inteligencia llegó a convertirse en casi imprescindible en las reuniones de postín. Se echaban de menos sus tonterías, pero al menos él decía algo y la gente lograba reírse.

Nuestro amigo se dio cuenta de su “importancia” y de su imprescindibilidad. Y, como buen zoquete que era, quiso sacar más provecho y rellenar más sus alforjas, ahora que las cosas empezaban a irle bien. Por ello, pidió audiencia al rey y le pidió mil reales de los buenos por cada fiesta que amenizara. Se sintió importante y valioso en aquella entrevista. Se sintió el dueño del mundo y, con una sonrisa de oreja a oreja, creyó descubrir sus hábiles dotes también para la diplomacia y para el convencimiento de los demás.

Y así medró y se hizo rico. Y casó con buena señora y no tuvo hijos porque ese don no se lo había dado el señor. Siguió diciendo tonterías que halagaban las orejas y los cortesanos siguieron riéndose de sus gracias y ocurrencias.

Tanto prosperó que la envidia empezó a corroer algunas conciencias. Algunos empezaron a murmurar que si aquello que decía se le habría ocurrido a él o lo copiaría de algún libro. Otros dijeron, casi a gritos, que muchas mentiras salían de su boca. Aquellos de allá comentaron que no les parecía muy bien lo que decía de sus señoras. Los de más acá criticaron que, cuando hablaba, solía salpicarles con su saliva. Hasta el rey y la reina empezaron a pensar si no les estaría haciendo un poco de sombra en su real importancia.

Por eso, un buen día en que el rey se levantó rabiado y en que la reina no se sabe que tenía, vinieron a llamarle y lo sentaron en el banquillo de los acusados. Como no tenían de que acusarle, se lo inventaron, que para eso eran los reyes y los que más mandaban allí. Los jueces tuvieron que elegir y eligieron a sus señores. El jurado pensó poco pero decidió que mejor estar a bien con los de arriba. Los que antes le alabaron empezaron a injuriarle y a ponerle zancadillas. Interpretaron como quisieron las mismas palabras de las que antes se habían reído. Levantaron sus puños de rabia cuando antes habían levantado la cara para que la gente viera su importancia. Arrancaron quejas de donde antes arrancaban carcajadas.

Y el señor trovador vino a ser juzgado y considerado culpable. Se le despojó de sus bienes y de su señora, que se fue con un vecino. Lo echaron de la ciudad con patadas en el culo y advirtiéndole que su vuelta le acarrearía la muerte. Le lanzaron maldiciones, le escupieron a la cara y se rieron cuando él pedía misericordia. Nada le permitieron llevarse. Ni siquiera su laúd de finas cuerdas con el que entretenía en otros tiempos.

A medida que se iba, dejando atrás los muros de aquella ciudad, iba pensando que tendría que empezar de nuevo en un nuevo reino, quizás el vecino, y que iría mejorando para no caer en lo que ahora le había llevado a la ruina. Y empezó a pensar y siguió pensando mientras andaba en cómo engañar a otros lo mismo, un poco mejor tendría que ser, que lo había hecho hasta ahora.

Nunca buen parlador se había muerto de hambre y él no iba a ser el primero.

Angel Lorenzana Alonso