Rebuscó en su bolso las monedas de céntimos que le habían devuelto en su última compra en el supermercado. Mientras se las entregaba al mendigo de la puerta de la iglesia, saludó a su amiga de siempre y se subió con su mano enguantada el cuello de un abrigo de pieles comprado para la ocasión. Era la misa del día de Navidad.

Cogió del brazo a un marido al que solo miraba en estas ocasiones en que había que aparentar, y le cuchicheó al oído que su amiga estaba a punto de separarse. Su querido esposo pensó que él ya estaba separado desde hacía mucho tiempo pero dejó escapar un “qué tiempos estos” mientras fruncía el ceño y miraba de reojo a la amiga de su mujer y a todas las mujeres que salían de la iglesia. También él se subió el cuello de su magnífico abrigo de cuero con interior de borrego.

Ambos saludaron a otras parejas como ellos, todos felices por fuera e infelices por dentro, todos engominados y encapotados y embebidos en farsas de vidas ocultas a los ojos del vecino. Todos ellos, cogiditos del brazo, con sonrisa hueca y recien bendecidos por un cura tan hipócrita como ellos, fueron saludándose y caminando despacio, para que los vieran, hacía las cafeterías cercanas a tomar su vino y su tapa antes de comer con la familia. Porque era el día de Navidad.

Y todos ellos rieron y gastaron bromas porque sabían que el día de Navidad había que ser felices. Y se contaron cómo sus hijas se habían biencasado con sendos ingenieros, o jueces, o políticos de pro. Y como sus nietos y nietas iban creciendo en la paz de las misas solemnes y en el seno de familias de postín, con coches grandes y cabezas pequeñas, con pisos grandes y pensamientos acordes con sus cortas imaginaciones.

Volvieron a saludarse y a mirar con desdén el abrigo de la vecina. Se despidieron después de cuatro vinos y cuatro mostos para las cautas y castas mujeres,  y quedaron ellos para pasear sus perros de raza mientras ellas indicaban a la sirvienta como tenía que poner la mesa en un día tan especial.

Y sus perros se olerían y pensarían casi lo mismo que ellos, con la misma exquisitez de la raza bien guardada y de las cosas bien hechas en un día en que todo debía ser paz y felicidad.

Nunca olvidaban que era el día de Navidad.

Angel Lorenzana Alonso