La calma estaba instalada en el pastizal. Comenzaba a amanecer y los burros dormitaban esperando la salida del sol. Todos ellos pensaban solamente en pastar la poca hierba que aún quedaba en el prado.

Pero Zacarías, el burro pardo de apenas tres años, estaba maquinando. Había pasado toda la noche bien despierto elaborando su “estrategia” para el día siguiente. La idea básica era hacer que el amo se fijara en él, ganarse su confianza como fuera. A partir de ahí, todo era más fácil.

Cuando el sol apareció, se levantó y se puso el primero esperando a que el amo les distribuyera la comida. Allí le dijo que era interesante hablar seriamente con él porque tenía que proponerle una idea maravillosa.

A los tres días, el amo le recibió y escuchó entusiasmado la idea. Era muy sencilla: por una parte consistía en poner un poco más altas las cercas para que los burros pudieran meter sus cuellos y pastar en las huertas vecinas con total impunidad y, de vez en cuando, cortar la cerca para que los burros se escaparan y devastaran los pastos y así conseguir comprar más baratos los terrenos. Por otra parte, establecieron un plan para duplicar el número de burros en dos años, reinvirtiendo las ganancias y poniendo un poco más de capital en la empresa. A cambio de todo ello, Zacarías sólo pedía ser el jefe de la manada y que a fin de año el amo le obsequiara con una cantidad extra de hierba. Todo quedó arreglado en diez minutos.

La hacienda prosperó. Cada vez había más burros. El amo compró los pastos vecinos esquilmados previamente gracias a las argucias de Zacarías y los suyos. Se pidieron préstamos para invertir en terrenos y en más burros. Todo el mundo estaba contento y mucho más Zacarías que llegó a tener hasta stock options de la empresa y cobraba a fin de año sus buenos pluses por los dividendos obtenidos. Llegó un momento en que llegaron a tener 5.000 burros y una cantidad impresionante de terreno para alimentarlos. Y unos buenos créditos bancarios que se iban pagando con las ganancias seguras del negocio.

Un buen día, cuando menos se esperaba, el burro entró en la lista de especies protegidas, se prohibió la explotación de su carne y las trabas burocráticas aumentaron un millón de veces cada vez que se quería hacer algo con un ejemplar. Por otro lado, los bancos aumentaron los intereses de los créditos y la empresa empezó a tener cada vez menos beneficios. Se quitaron los pluses de fin de año y Zacarías se enfadó. Como no dejaba de ser un burro, no se dio cuenta de la situación, echó las culpas al gobierno y a la sociedad que no le comprendían, especuló con las pocas ganancias que le quedaban y acabó perdiéndolo todo. Su empresa se encontró con 5.000 burros que no sabía que hacer con ellos y con miles de hectáreas que cada vez producían menos. Y con más y más deudas.

Los burros se malvendieron porque nadie los quería. Los terrenos se malvendieron porque no servían más que para alimentar burros. Y la empresa se acabó.

Zacarías recogió sus pertenencias y, antes que ser vendido, se escapó al monte en busca de una libertad que él contaba que siempre había deseado.

Nadie volvió a verlo. Pero las malas o buenas lenguas de otros burros que quedaron en las cercanías divulgaron leyendas en torno a su paradero. Unos decían que vivía de forma salvaje en medio del monte, sucio y solitario, malhumorado y violento. Otros hablaban de que un oso lo había matado y que unos campesinos enterraron sus malolientes restos en lo recóndito del bosque. Otros, en fin, decían haberle visto por las noches, rondando la antigua hacienda de su amo, rebuznando rabiado y gritando a la luna reclamando su bonus de fin de año.

Angel Lorenzana Alonso