“Todo lo que siempre has querido está al otro lado del miedo”. George Addair.

Llevaba ya más de dos semanas sentado en aquella silla que no le dejaba casi moverse. Ya no sabía que pensar pues hasta de pensar se puede cansar uno cuando no puede hacer otra cosa. A su mente venía cada poco aquella vieja película de “La ventana indiscreta”. Pero él no vivía en un piso alto, ni tenía una buena cámara… ni una novia como Grace Kelly. Ni su casa daba para un patio interesante.

Estaba delante de su ventana que daba a una calle no demasiado concurrida. Miraba pasar los coches y trataba de pensar en cómo serían sus pasajeros. Pero no le daba tiempo a fijarse y todas sus suposiciones se quedaban en nada. Por otra parte, ni la televisión ni las películas le gustaban. En definitiva, un total aburrimiento.

Empezó a fijarse en las personas. Y, sobre todo, se dio cuenta que algunas entraban en el portal de enfrente, un poco más a la izquierda de donde él se encontraba. Empezó por contarlas e ir anotando las que entraban cada día. Notó que los jueves y los sábados entraba casi el doble de gente que el resto de los días. Y también se fijó en que eran más los hombres que las mujeres. Pero él, aficionado a la estadística, hizo sus cálculos y vio que la diferencia no era “significativa”.

Y así pasó varias semanas. Anotando datos y haciendo cuentas. Era curioso, pensó un día: en las dos últimas semanas, habían entrado más de trescientas personas, concretamente trescientas seis, si, en sus anotaciones, no se había equivocado.

Pero nadie había salido por esa puerta.

Se estremeció cuando se dio cuenta. Después, se calmó. Probablemente esa casa, de planta baja, tuviera una puerta trasera, o varias. O fuera una especie de callejón de paso para otras calles u otros lugares de esa manzana. Cuando pudiera caminar, iría a investigar. Realmente no era una cosa para preocuparse. Su mente, lógica a ultranza, encontraba miles de explicaciones para ese hecho en concreto. Todo estaba en orden, aunque esto le hacía pensar en otra cosa que no fuera su maldito aburrimiento. Al día siguiente, se había olvidado del asunto, pero volvió con fuerza, un poco más cada día, en los días siguientes. Y se convirtió en una verdadera obsesión. ¿Qué pasaba con la gente? ¿Por qué nadie salía?

Su cabeza daba mil vueltas. Encontraba mil posibles explicaciones pero no podía soportar el no saber cuál era la verdadera. Al cabo de quince días, la situación se hizo insoportable.

El amigo que solía venir a visitarle, el único que de vez en cuando se dejaba caer por allí, esta vez no acababa de llegar. Quería mandarle a investigar. Que mirara por el otro lado de la casa. Que vigilara qué salidas había. No se atrevía a pedirle que entrara él en la casa pero que buscara y rebuscara por el exterior. Algo tenía que haber y algo tenía que suceder en esa casa con tanta gente entrando en ella y ninguna, ninguna saliendo de allí. al menos, que él supiera. Y él quería saber, necesitaba saber.

El amigo apareció un día y rápidamente fue enviado a la misión. Volvió sin nada. Dijo que había dado vueltas a la manzana, preguntado a los vecinos, mirada y remirada la calle de atrás e incluso que había hablado con un guardia que estaba por allí. Nadie sabía nada y nadie se había fijado en eso de que entrara mucha gente. A algún sitio irían le contestó un jubilado que parecía no tener nada que hacer y que daba vueltas por la calle, casi arrastrando sus pies.

Tres días estuvo investigando el amigo pero no encontró nada extraño. No obstante, él mismo empezó a intrigarse con aquello. Y empezó a acudir a ver a su amigo cada vez con más frecuencia. La gente seguía entrando por aquella puerta. Y nadie volvía a salir. Ellos, al menos, no lo veían.

Ambos daban vueltas en su cabeza y no cesaban de hablar de ello. Con nadie más lo comentaron para no ser tomados por locos. Y el tiempo fue pasando y las estadísticas de desaparecidos aumentaban. Varias veces más, el amigo se atrevió a indagar y preguntar. Siempre con el mismo resultado. Todo el mundo veía entrar a la gente por aquella puerta pero nadie sabía que pasaba con ellos.

Pasaron los días y las semanas. Más de dos años pasó sentado en aquella silla. Un buen día, el médico le dijo que ya podía levantarse e ir caminando. Con paciencia, despacio y cada día un poco más. Había que acostumbrar otra vez a sus piernas a caminar. Tenía que volver a aprender a andar.

Primero apoyado en muletas, después con un solo bastón. Su motivación era máxima: tenía que ver, por sí mismo, qué pasaba con la maldita puerta y con la maldita gente.

Ya caminaba bastante bien. Aquel día se colocó a la orilla de la puerta y fue preguntando a los que entraban. Muchos le miraban pero no contestaban aunque dibujaban una ligera sonrisa y otros, extrañados, le respondían siempre lo mismo: esta es mi casa. Él no tenía llave para entrar y nadie de los vecinos le dejaba pasar.

Rodeó la manzana. Para su sorpresa, descubrió que la parte de atrás no existía. Parece que hubiera desaparecido. Él nunca la había visto pero su amigo se la había descrito con todo lujo de detalles. Horrorizado, intentó volver a la puerta que estaba enfrente de su casa.

No podía correr todavía aunque lo intentó cuando vio que su amigo giraba la llave y entraba por aquella maldita puerta. Juraría que le sonrió antes de que la puerta se cerrara.

 

Ángel Lorenzana Alonso