El jilguero se levantó del nido y se apresuró a contar los huevos. Uno, dos, tres y cuatro. Hubiera jurado que ya debía tener cinco, por lo menos. Volvió a contarlos, por si acaso: uno, dos, tres y cuatro. No había más. Se quedó extrañada pero su cabeza no alcanzaba a pensar mal. Miró al vecino gorrión que, levantando un poco las alas, le dijo que no sabía nada.

Al día siguiente, fue el gorrión quien miraba extrañado su nido. También pensaba que le faltaba por lo menos un huevo. La “jilguera” y la “pardala” llamaron rápidamente a sus parejas y les comentaron lo que sucedía con los huevos. No supieron qué pensar y, mucho menos, qué hacer. Los cuatro recorrieron el ciprés de arriba abajo buscando indicios o rastros que les indicaran quién robaba los huevos. Pensaron en alguna culebra aunque rápidamente desecharon la idea porque no encontraron ni rastro de las cáscaras. Otros pájaros más grandes lo tenían difícil por la espesura de las ramas y su forma de escamas verdeoscuras. La altura del árbol, de más de doce metros, y el lugar de los nidos los hacían casi inexpugnables.

Pensaron y pensaron. Y preguntaron a la lechuza, amiga suya, quien les aconsejó hacer guardia para cazar al ladrón. Ella les ayudaría a vigilar cuando fuera de noche y, con su sonido estridente, espantaría a los intrusos.

Y así lo hicieron. Pero fue al atardecer cuando, al día siguiente, un muchacho de unos diez años subió por el ciprés hasta los nidos. Con la mano, contó los huevos de cada uno de ellos. Cuatro en cada uno. Con el estrés de los pájaros, sus hembras no habían puesto hoy. Y le había dicho su abuelo que no empezaban a incubar hasta que hubieran puesto  cinco por lo menos. Por eso, el muchacho cogía un solo huevo cada vez. Así, la hembra seguiría poniendo hasta completar la puesta y ponerse a incubar.

Esta vez, no cogió ninguno. De todas formas, de estos dos nidos ya tenía dos huevos de cada uno en su colección. El gorrión ya andaba bastante enfadado y el jilguero parecía que ya se había enterado. No convenía que se cabrearan de verdad y abandonaran el nido. Su abuelo le había advertido que convenía que las hembras comenzaran a incubar, después de poner el quinto. Él esperaría la salida de los polluelos, unos doce días después. Sobre todo los del jilguero. Su colorido le fascinaba: su cabeza tricolor y sus alas negras y amarillas.

El muchacho, con su abuelo como director, todos los años, desde mediados de marzo, se dedicaba a recoger algunos huevos de las aves que tenía cerca. Los examinaba y seguía el proceso de cría de los pollos. Los vigilaba y aprendía con ellos. Y trataba de distinguir los huevos de cada especie, procurando no entorpecer demasiado el proceso. El abuelo le iba enseñando y cuidaba que tanto nidos como pájaros sufrieran lo menos posible. El niño solo quería aprender.

De tanto visitar el nido de los jilgueros, estos dejaron de tenerle miedo. Incluso, casi todos los días, les llevaba semillas de cardos, su alimento preferido, con lo que ellos tenían todo el tiempo del mundo para estar juntos incubando en el nido. Y le obsequiaban con sus trinos y revoloteos. Pronto se hicieron muy amigos y se posaban en sus hombros y en sus manos. Eso sí, sin separarse mucho del nido.

Vio cómo nacían los pequeños y cómo los padres les enseñaban a volar. Movía sus brazos imitándoles. Y casi cae de la escalera por seguir a uno de ellos.

Los jilgueros y sus cinco polluelos iban alejándose cada vez más del nido en sus prácticas de vuelo. El muchacho los seguía agitando sus brazos. Él reía y los pájaros cantaban y devoraban semillas que encontraban y migas de pan que él les ofrecía.

Había pasado así casi todo el mes de mayo. El mundo era otra vez verde y alegre y las flores se llenaron de colores. Los polluelos iban cogiendo el rojo, el negro y el amarillo, el blanco y los ocres y los esparcieron por sus cuerpos aún menudos.

Un día, se posaron todos en un espino cercano. Cantaron hasta que llegó el muchacho. Querían decirle algo. Pero él no los entendía. Se posaron en sus hombros, en sus brazos y en su cabeza. Le cantaban al oído sus mejores canciones. Revoloteaban a su alrededor. En un momento dado, los cinco jilgueros remontaron el vuelo, cantaron y dieron vueltas… y se marcharon.

El muchacho los vio marchar y quiso irse con ellos. Movió apresurado los brazos, saltó y saltó intentando volar como ellos.

Triste y algo enfadado, volvió a su casa y lloró. En un momento, rompió toda su colección de huevos y se tumbó en el patio boca arriba. Cerró los ojos.

Por un momento, creyó oír los trinos de los jilgueros allá lejos, muy lejos, demasiado lejos.

 

Ángel Lorenzana Alonso