El monje se levantó despacio y, guardando el ceremonial necesario, se dirigió a la sala del trono. Había sido llamado, requerido más bien, por el soberano. Algo importante debía ser por la presteza de la llamada. Pero nada sospechaba este pobre monje para que el propio rey fuera a recibirle. El mensaje llegado al monasterio dejaba bien a las claras que la llamada era urgente y que era él, precisamente él y no cualquier monje, quien debía personarse ante su alteza.

Los largos días de viaje desde el monasterio hasta la corte los pasó pensando sobre la posible causa de esta llamada. Al entrar en la sala, todos los cortesanos y sirvientes se retiraron. Le dio un poco de miedo el verse plantado allí, él solo, delante del imponente rey cuya fama de sabiduría se había ya extendido por todo el reino. Se veía aún más pequeño y humilde de lo que era. Temblaba un poco pero pronto se rehízo aunque no se atrevió aún a mirar al rey de frente.

El soberano le miró, observó su miedo y, para tranquilizarle, le dijo: “No os preocupéis, padre. Os he mandado llamar porque mis asesores me han dicho que sois el mejor. Bien sabéis que mi corte está llena de los mejores y mayores sabios que he podido reunir. Proceden de todos los reinos, cristianos y no cristianos, porque la sabiduría tiene poco que ver con la religión. He debatido con ellos esta cuestión que me preocupa y ellos me han aconsejado que vos sois la persona indicada para realizar este mandato nuestro.”

El monje se fue serenando aunque no disminuía su inquietud. El rey le invitó a sentarse cerca de él y continuó exponiéndole el problema. Le habló de los reyes que le precedieron, de esos antepasados que pasaron casi todo su tiempo peleándose entre ellos. De cómo fueron heredando los reinos y de cómo se los fueron repartiendo. Y de cómo, en la actualidad, él era rey de dos reinos, pero más rey, por decirlo así, de uno que de otro. El viejo reino, también suyo por herencia, era noble y orgulloso y se resistía a doblegarse y a desaparecer. Ellos tenían la gloria y habían conseguido las mayores hazañas tanto en el campo de batalla como en el campo de la cultura y de las “novedades” sociales. Tuvieron reyes, emperadores y leyes antes que el nuevo reino siquiera existiera. El nuevo reino había conseguido más poder pero… no podía competir en tradiciones, en logros culturales o en avances sociales.

Y, he aquí el problema que nos aqueja: el viejo reino tiene leyendas heroicas y tiene caballeros y figuras ilustres que le dan honor y gloria. El reino nuevo no tiene nada. Es como si no tuviera ni siquiera historia propia. Y eso me preocupa. Personajes épicos que guardan su honor batiéndose en un puente, o alguien que lucha en la frontera y hace hincar su rodilla al héroe de los enemigos del norte. Y en este nuevo reino, desgajado del otro, no tenemos un mísero héroe que, por una parte, saque a relucir miserias del reino antiguo y que, por otro lado, sea campeón en las luchas y conquistador de territorios nuevos.

Y he aquí vuestra misión: rebuscar en tradiciones, sacar a la luz manuscritos, rebuscar en los archivos y crear un héroe que, con sus hechos, honre a este reino y sirva de ejemplo y modelo a nuestros vasallos.

El monje volvió pensando a su monasterio. La tarea que le esperaba era ardua pero interesante. Y, en sus recuerdos, había una vieja historia de un mercenario que, adaptada un poco, podría servir a los deseos del rey. Se trataba de unos viejos poemas y de unas leyendas que circulaban durante el nacimiento del nuevo reino sobre un rudo guerrero que luchó desterrado por dudar del rey y que acumuló tierras y gloria.

Comentó su nueva tarea con sus superiores y se puso a trabajar. Dos largos años después, se presentó ante el rey. Debajo de su brazo, escondido entre unos cuantos pergaminos, llevaba un largo poema que hablaba de traiciones, de destierros, de batallas, de caballos y de espadas, de conquistas de tierras y de victorias incluso después de la muerte, de afrentas y venganzas, de amores perpetuos, de honor y deshonor… y, lo que era más importante, de gloria del nuevo reino y dudas sobre la honorabilidad de los reyes del viejo.

Tal y como deseaba el soberano.

El rey lo leyó con avidez y sonriendo de vez en cuando. Cuando acabó, lo enrolló con sumo cuidado, lo posó encima de su mesa de trabajo y dijo, apenas con un susurro:

“Gracias, Per. Habéis cumplido fielmente con nuestro mandato y he visto que eran ciertas las lisonjas que mis asesores hicieron de vos. Somos deudores por tan grande servicio. El reino, su pueblo y yo, su soberano, sabremos recompensaros.”

El monje volvió a su monasterio y se hundió entre sus manuscritos. El rey, sabio él, divulgó el poema y lo hizo famoso entre sus súbditos.

Y el pueblo acogió al nuevo héroe como si fuera verdad lo que de él se contaba. Los juglares del reino, bien amaestrados ellos, contaron y cantaron las gloriosas andanzas de un héroe imaginado. Y el reino, y sus señores, montaron estatuas y se dijeron: “Buen reino es el que tiene súbditos que lo defiendan”.

P.D.: Éste es un relato de ficción. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

 

Ángel Lorenzana Alonso