Nos habían advertido. Incluso la propia novia nos había comentado que nos íbamos a encontrar con algo diferente. Que las bodas allí no se parecían demasiado a las de aquí.

Y así fue. Creo que impresionante fue casi todo. Diferente, asombroso… de otra manera completamente distinta. Hasta ahí era previsible y ya nos habían avisado. Pero, por lo menos para mí, hubo tres cosas que me impresionaron sobremanera. Trataré de describir mis sensaciones aunque es muy difícil poner en palabras lo que hemos vivido.

Quizás lo primero a destacar, no por más importante sino porque es lo primero que te entra por los sentidos, es el “color” de todo el ambiente, un color visual y de sonido que lo inunda todo: al ambiente, a los novios, a familiares y amigos… a la propia fiesta. Todo estaba inmerso en una gran paleta de colores y en un conjunto armónico de sonidos. Ambos, color y sonido, se mezclaban para crear una sensación única, una sensación que te transportaba a otros mundos y a otros tiempos. Alguno de nosotros lo comparó con las historias de Sherezade. Y no andaba muy equivocado.

Ello era, en sí, motivo suficiente para que nuestras mentes se olvidaran de nuestra vida cotidiana. Nos habían trasladado a un mundo distinto, a un mundo de color y sonido como nunca habíamos visto y como nunca habíamos imaginado.

Los vestidos de la novia, y del novio también aunque en menor medida, la novia engalanada hasta parecer una auténtica diosa sacada de las antiguas leyendas orientales. Vestido blanco, vestido beige, vestido azul y vestido rojo para acabar, enjoyados y entrelazados de centelleos y brillos que refulgían en la noche. Y los trajes, más sencillos, de un novio que, en algunas ocasiones, parecía empequeñecido ante un entorno abrumador. Solo lo parecía. La felicidad era igual de grande.

Un recinto de salones suntuosos, alfombras y grandiosos decorados que realzaban las figuras de novios e invitados. Todo dispuesto para que la tarde y la noche brillaran más que nunca, para que la fiesta te rodeara y te llevara en volandas. Imposible resistirse.

Y la música, llenando salones y jardines. Músicos con ritmos atronadores pero que te contagiaban y te envolvían. Con instrumentos sencillos y tradicionales, percusión y voces, acompañan a los novios, meten el ritmo en los invitados y todos ellos se mezclan en unas melodías candentes, repetitivas y abrumadoras que te dominan y te llevan, que te invitan a moverte aunque no quieras, que te invitan a participar en una ceremonia que no entiendes del todo pero que te atrae. Los novios acompañan a la música, repartiendo, según nos comentan otros invitados, bendiciones y alegría y buenos augurios y deseos para todos.

Todo ha cambiado y ya nada es igual a cuando empezamos. Novios e invitados han cambiado de ropa. Las mujeres visten ahora de azul o de verde, los hombres portan chilabas y la música sigue martilleando y se mezcla con los colores y se reparten sonrisas y los novios reciben las muestras de cariño de los familiares y amigos que les acompañan en su fiesta. Y la fiesta continúa.

La segunda cosa que me sorprendió porque confirmaba antiguas teorías sobre la difusión de la cultura y la expansión de las costumbres luchando contra obstáculos políticos, religiosos, o de cualquier otro tipo, era la pervivencia y “contagio” de los ritos y de las costumbres. Tres elementos, probablemente sean muchos más, llamaron mi atención. Tres elementos que me hablan de la mixtura y de la conjunción más que de la disyunción y de las diferencias. No en vano somos vecinos desde siempre y nosotros hemos estado allí y ellos han estado aquí. Hay diferencias, muchas, y un mar por medio. Pero estamos al lado y con una convivencia más que estrecha durante siglos. Hasta nuestra lengua tiene palabras suyas. Otros serán y han sido, por otros intereses, los que han marcado las diferencias.

El primer elemento que me llamó la atención es el papel preponderante de la novia, de la mujer, como parte fundamental de la boda. Aquí se distingue por su vestido blanco y único. Allí son más vestidos pero también son únicos y llaman la atención por su colorido. La novia es la reina de la fiesta en ambos lugares. Se la busca, se la agasaja, se la homenajea, se la protege…

El segundo elemento es la comida. A un lado u otro del Estrecho, la boda es una ocasión única para poder comer hasta límites insospechados. Los invitados juzgarán la fiesta por lo bien o mal que les han dado de comer. Muchos platos y excelente restauración, cada cual mejor. Allí, no faltará un delicioso cuscús, comida tradicional hecha con sémola y con un gusto extraordinario. Y yo destacaría los dulces: exquisitos, de manufactura sin igual, tanto por sus componentes cómo por las mezclas, a veces insólitas, y el adorno en la presentación. Cada dulce que pruebas parece superar al anterior.

Un tercer elemento quiero destacar. Las modas, los y las mal llamadas “influencers”, los “magos” de la comunicación hablan, escriben y dicen… e inventan lo ya inventado. Tal es el caso de la cosmética. Pocas personas, a este lado del charco, no han oído hablar de la henna, gena o jena, como quieras llamarle. Y parece que han inventado ellas la palabra y que ellas han introducido su uso en la península. Allá, su uso está más normalizado, sobre todo en los actos públicos como pueda ser una boda, porque la tradición se ha mantenido y no la han borrado por motivos equívocos.

Pocas personas, a este lado, reconocerían hoy la palabra alheña, palabra derivada del árabe hispánico alhínna y del árabe al-hinna. Es la misma palabra y la misma sustancia. Más de cinco mil años hace que las mujeres utilizan la henna como símbolo de salud y de buena suerte en todo el mundo. Hoy día es más usado en las culturas de India, Africa del Norte, Irán u Oriente Medio. Se cree que fueron los egipcios los primeros pero su uso está muy extendido. Fueron los Reyes Católicos los que la prohibieron en España porque era un signo distintivo de los moriscos a los que habían expulsado.

Quizá por eso, el ritual de la henna nos resulta diferente. Pero da gusto volver a 500 o 600 años atrás y volvernos a encontrar con ese significado de purificación y protección contra los elementos o peligros sobrenaturales. Este “tatuaje” de manos y pies, antiguamente reservado solo a las mujeres pero que, en la actualidad,  se ha extendido también a los hombres, se utiliza en muchos festivales y celebraciones religiosas y como ornamento nupcial. Este ritual de decorar con henna las manos y los pies de la novia, es compartido también con ritos hindúes y judíos sefarditas. Quizá, así, estemos protegidos del mal de ojo y podamos disfrutar de prosperidad y fertilidad teniendo contentos a los antiguos genios (djinns), creados por Alá.

Una tercera cosa nos sorprendió en nuestra visita a Marruecos. Quizá lo más importante, lo auténticamente relevante. Habíamos oído hablar de ella. Habíamos leído y nos habían contado. La realidad rebasó con creces las expectativas. Me refiero a la HOSPITALIDAD, esa amabilidad con que fuimos recibidos y tratados durante nuestra pequeña estancia. Para nosotros, visitantes peninsulares, invitados a una ceremonia de por sí única e imborrable, esta hospitalidad empezó ya antes de llegar a la frontera.

Éramos familiares y amigos del novio. Algunos ya habíamos estado por allí, para otros era la primera vez que cruzaban el mar en esa dirección. Melilla nos introducía en el continente. Algo había cambiado ya pero seguíamos estando de este lado de la frontera. Melilla te recibe. Su pequeño aeropuerto es familiar, manejable. Pero, a la vez, su pequeñez, por lo que los aviones tienen que ser también pequeños, te dice que estás en otro lugar diferente. Alguien nos había contado la historia de una bala de cañón y la delimitación de los apenas doce kilómetros cuadrados de la ciudad.

La ciudad, un pequeño mordisco en el lado oriental del cabo de Tres Forcas, es una amalgama de culturas, de personas que han ido llegando y que se han quedado aquí, cada una con su religión, con sus creencias y con sus costumbres. Cristianos, musulmanes, judíos e hindúes, principalmente, conviven en perfecta armonía en esta ciudad secular. En un pequeño rincón del Rif, bajo dominio español, más de 80.000 habitantes aprovechan su situación privilegiada al lado del mar de Alborán.

La Melilla antigua, la antigua Russadir, la Melilla que ha ido evolucionando a manos de fenicios, cartagineses, griegos, romanos, bereberes, árabes… hasta llegar a nuestros días, mezclando razas y culturas, con aljibes, baluartes, fosos, fuertes, cuevas e iglesias, mezquitas y sinagogas, con barrios modernistas y con barrios modernos, con gentes que te acogen sin importarles de dónde eres o de dónde vienes. Es una ciudad abierta, que ha copiado de sus vecinos marroquíes las viejas reglas de la hospitalidad.

Y, un buen día, pasamos la frontera. Estábamos en Marruecos. Los colores, los olores, las fuertes tradiciones, los propios paisajes te reciben y te abrazan.

Nos cuentan que Mahoma estuvo casado con una mujer rica pero que vivía modestamente. Decía que en su casa no había “más que lo necesario para pasar el día y agasajar al visitante”. “Agasajar al visitante”. El profeta lo contaba entre las necesidades básicas.

Y la gente, en la actualidad, sigue sus enseñanzas y mantiene la hospitalidad como uno de sus más firmes valores.

Nos ayudan a pasar la frontera, nos instalan en la ciudad próxima de Nador, velando por nuestro mejor bienestar, nos enseñan la ciudad, nos acompañan en las comidas y en las compras, obligatorias para saborear ritos y colores, nos presentan a familiares que nos acogen y nos invitan a sus preciosas casas. Y nos llenan de dulces maravillosos de cuyos nombres no me acuerdo pero cuyos sabores aún perduran en mi paladar.  Una invitación a disfrutar de un té caliente y dulce, acompañado de una buena conversación es un bello ritual amistoso fuertemente y, afortunadamente, arraigado.

“El primer vaso es ardiente como el amor. El segundo es intenso como la vida. El tercero, dulce, como la muerte”. (Proverbio marroquí).

Nada hay como un buen té en Marruecos. Para los aficionados a ese brebaje ingles y para los que no lo somos tanto. El té. En Marruecos, es otra cosa. Nos cuentan que fue en 1856 cuando un sultán marroquí  (Abd Al Rahaman) firmó un tratado comercial con los ingleses y estos rápidamente introdujeron aquí esta maravillosa hebra que habían traído de la India. Los marroquíes, que ya bien sabían tratar hierbas como la menta, combinaron ambas infusiones y obraron el milagro: el té a la menta. Nada mejor que un buen té adornado con una buena conversación. Y, si se acompaña de dulces, es imposible resistirse.

Si de algo tienen buena fama es de saber atender mejor que nadie a sus invitados. Esta parte del territorio marroquí sigue teniendo sus raíces en el antiguo pueblo bereber. Mantienen mucha parte de su lengua y de sus costumbres. Ojalá (“si Dios quisiera”), las culturas predominantes actuales no acaben con lo bueno que han heredado de sus ilustres antepasados. Y ojalá que las culturas converjan para bien de todas ellas y no tiendan a separarse más.

Gracias, amigos, por habernos hecho  participes de una fiesta inolvidable.

 

Angel Lorenzana Alonso

 

Dedicado a los novios, Soraya y Juan Manuel, y a todos sus familiares y amigos a ambos lados de la frontera.