Las vi cuando pasé por aquel lugar, hace ya un par de años por lo menos. Es verdad que había nevado y que todo el campo era un imponente manto blanco. También es verdad que, en aquel momento, lucía un sol que más parecía de una temprana primavera.

Las tres rosas, rojas como la sangre, estaban como plantadas en la nieve. Alguien las debió colocar allí, con sumo cuidado, queriendo decir algo, señalar el lugar, lanzar un oculto mensaje… quién sabe con qué intenciones. Las rosas se mantenían frescas como recién cortadas y sus pétalos atesoraban aún alguna gota de rocío.

Bajé de mi caballo, que quedó rebuscando alguna hierba perdida. Me acerqué a las rosas y me alejé rápidamente al ver que mis pisadas se habían marcado sobre la nieve y habían profanado su refulgente blancura. Las contemplé a cierta distancia y me quedé pensando. ¿Qué hacían allí las rosas dos años más tarde desde que las vi por primera vez? Estaban como siempre. Nada había cambiado. Las tres rosas color sangre brillaban en medio de la nieve.

Una mujer de pelo negro, con ojos brillantes y un rictus de rabia contenida en su boca, se fue acercando. Primero se acercó y miró mi caballo color canela, después vigiló a mi perro que, a su vez, la vigilaba a ella con atención. Para finalizar, sus ojos se posaron en mi persona. Yo creo que más en mi atuendo que en mi persona. Mi ancho sombrero, mi capa negra y mi larga espada se reflejaron en sus ojos.

  • ¿Fuiste tú? – preguntó de improviso.
  • No – contesté medio temblando ante su punzante pregunta.

Su actitud me dijo que no me creía. Su cara no había cambiado. Sus ojos seguían preguntando y esperando una respuesta convincente. Por contra, ahora era yo quien preguntaba:

  • ¿Por qué están ahí? ¿Por qué siguen ahí?
  • No sé contestarte, dijo la muchacha. Las vi hace años y ahora las sigo viendo en el mismo lugar y con la misma frescura. Aparecieron hace tres inviernos, con la primera nieve. Pensamos que desaparecerían en la primavera. Pero siguieron ahí, tan frescas y relucientes, rodeadas de ese trozo de nieve que no se derrite, tan blanca como el primer día.

Y la muchacha volvió a mirarme con sus ojos que seguían haciéndome las mismas preguntas.

Era ya más de media tarde y el sol empezaba a perder un poco de su escasa fuerza invernal. La muchacha había ido dejando sus preguntas en el aire. El frío empezaba a lamer mi cuello y mi perro y mi caballo me daban claras muestras de querer marcharse. Pero no me atreví a moverme. Seguía allí, embelesado, casi inmóvil, contemplando las tres rosas plantadas en aquel puñado de nieve.

Y la noche llegó con sus dientes de frío que taladraban mis ropas y mi piel. Estaba a punto de marcharme y no sé qué era lo que me retenía. De pronto, vi dos figuras que se acercaban. Una era de un hombre viejo, muy viejo, apoyado en un gastado palo que le ayudaba a caminar. La otra era más pequeña y caminaba a su lado. Era un perro, casi tan viejo como el anciano.

Mi perro se levantó al verlos. Para mi sorpresa, solamente los miró. Ni un pequeño gruñido. Me miró y volvió a tumbarse a mi lado. El anciano y su perro pasaron cerca de mí pero ni siquiera me miraron. Fueron derechos hasta las flores y se pararon.

El perro soltó un gemido y se tumbó en la nieve. Su vista no se apartaba de las flores. El anciano las acarició y las enderezó. Con la palma de su mano las limpió y allanó la nieve a su alrededor.

Me acerqué a ellos pero no me atreví a romper su silencio. El perro no se movía y el anciano, clavado su palo en el suelo para apoyarse, me pareció que movía sus labios en una especie de ruego, o plegaria, silencioso. Cuando advirtió mi presencia, clavó su mirada en mí y preguntó:

  • ¿Fuiste tú?
  • No – contesté de nuevo a la misma pregunta.

Y me siguió mirando con la misma cara de duda. Después de un buen rato, se dio la vuelta. El perro se levantó y se puso a su lado. Se plantaron delante de mí y solamente entonces me atreví a preguntar:

  • ¿Por qué?- dije mirando las flores.
  • Ellos están ahí. Mi nieta, mi nieto y el perro de ambos. Alguien, no sé quien, acabó con sus pequeñas vidas. Pero nunca podrá acabar con su recuerdo.

Y, seguido del perro, desapareció entre la negrura de la noche.

 Angel Lorenzana Alonso