Paso a paso fui recorriendo el río oyendo siempre su agua cantarina. De vez en cuando, una pequeña cascada me obligaba a salir al bosque para poder bordearla.

Iba camino arriba en busca de la gruta de los murciélagos. Desde cientos de años atrás, se contaba en el valle que esa gruta estaba donde el río nacía. Se decía incluso que el río salía de la propia gruta. Pero nadie lo había visto.

Por eso, un día, eché a caminar, aguas arriba, siguiendo siempre la ruta que el agua me señalaba. No había pérdida ninguna.

El valle era único, no se comunicaba con otros valles ni había otros ríos en él o que llegaran a él. Por el otro lado, el valle acababa en una enorme cascada, no muy lejos de la última aldea conocida. La cascada era inmensa e infranqueable, con altísimas moles montañosas a sus lados. Nadie había ido más allá. Altas montañas flanqueaban también el valle por sus dos costados. Y, por la parte de arriba, hacia donde yo ahora caminaba, se decía que el valle se cerraba con una montaña en donde se encontraba la gruta. Allí nacía el rio, entre espesas nubes y allí se ocultaba el sol en cada anochecida.

Cuatro aldeas poblaban el valle. Todas a la orilla del río. Yo nací y viví en la primera de ellas. O la última, según se mire. En la de más arriba. Pero conocí y había visitado las otras tres. Todas hablaban igual y creían en las mismas cosas. Había asambleas de vez en cuando para aunar criterios y comentar las pocas novedades del valle. Como aquella vez que nos visitó un extranjero y nos contó cosas extrañas. Casi todo el mundo había olvidado ya las cosas que dijo. Casi todos, menos yo.

Nadie preguntó cómo y por dónde había llegado. Al poco tiempo, las heridas que traía le produjeron la muerte. Vestía de forma extraña y hablaba un poco raro. Y contaba cosas difíciles de creer. Como aquello de que viajaba en un pájaro de hierro que no necesitaba batir las alas para volar. O las cosas que dijo que trastocaban nuestras ideas del río, de la gruta, del sol…

Por eso, unido a mi insana curiosidad, un buen día arreglé mi mochila y me fui río arriba. Había cosas que tenía que comprobar.

El valle se empinaba cada vez más. El ruido del río era cada vez más fuerte y las nieblas poblaban las montañas con mayor intensidad. La gruta no podía estar ya muy lejos. Pronto todo quedaría aclarado.

Decían que el río nacía dentro de la gruta, que la gruta estaba llena de niebla densa y de muchísimos murciélagos que impedían que alguien pudiera entrar. Afuera, para mayor protección, dos pares de grandes águilas vigilaban entre la niebla. Eran las mismas que, cada día, cuando el sol se había apagado en la niebla de la gruta, lo trasportaban en la noche hasta la base de la cascada donde el valle acababa. Desde allí, al día siguiente, el sol recorrería el valle otra vez hasta la gruta. Así era, así había sido siempre y así seguiría siendo a pesar de las teorías extrañas de aquel extranjero.

La niebla me envolvía. Las águilas rondaban entre ella. La montaña se adivinaba imponente, cerrando el valle. El agua del río caía vertical y, allá arriba, una mancha negra daba fe de la gruta. Desde abajo, poco se veía y la pared rocosa y húmeda hacía casi imposible la escalada. No obstante, lo intenté.

La pared, constantemente bañada por la cascada, estaba lisa y brillante como si de acero estuviera hecha. El avance era muy lento y mi cuerpo, mojado y helado me pedía que abandonase.

Logré llegar a la gruta. Atado a las cuerdas de escalada, empujado por la fuerza del agua, rodeado de miles de murciélagos que me impedían ver el interior y que me acosaban para que me marchara, apenas entreví al sol meterse entre la niebla. Una de las águilas me cogió con sus garras y me llevó hasta abajo. Me posó donde el agua de la cascada se posaba. Miré hacia arriba, vigilado por el águila. El sol se estaba diluyendo entre la niebla.

No era difícil imaginar lo que estaba sucediendo en la gruta. Las leyendas lo dejaban muy claro y allí estaba yo para confirmarlo.

Cuando se hizo de noche, antes de que el sueño me atrapase, pensé en las teorías del forastero. Todo era más sencillo que eso que él comentaba de una enorme bola, colgada de ningún sitio, y que daba vueltas alrededor del sol. ¿Cómo podía haber alguien que creyese esas cosas tan complicadas? Aunque no había podido verlo todo, había contemplado la gruta, los murciélagos, las águilas, el sol muriendo entre la niebla. Esta era la realidad y así lo contaría yo y lo dejaría escrito para que las generaciones venideras lo supieran.

Todo estaba muy claro.

Angel Lorenzana Alonso