La otra tarde estaba volviendo a mi casa. Buscaba las llaves en mi bolsillo y me disponía a abrir la puerta de la calle cuando creí oírlos. No estaba seguro pero pensé en ellos rápidamente. Volví la cabeza y los vi.

En el huerto de enfrente, en la esquina más interna donde crece una gran mata de laurel, los vi. Primero entró uno. Al poco rato, después de un cántico asombroso encima del tejado, vino el otro, su pareja. Ambos se cobijaron entre esas hojas verdes que nunca se secan. Me imaginé que allí, precisamente allí, habían empezado a construir su nido para esta pronta primavera.

Me alegré. Un año más, los mirlos estarían conmigo. Aquel día los vi. Después vinieron las borrascas y, otra vez, los días de frío y de nieve. Quedan apenas unos días para que acabe este irregular invierno y empiece una primavera que nadie sabe cómo vendrá. Mis amigos, los preciosos mirlos, tampoco deben entenderlo demasiado porque aparecen y desaparecen, me saludan y se vuelven a marchar.

Esta borrasca, de cuyo nombre no me acuerdo ni quiero, porque eso de ponerles nombre nunca lo entendí, parece que ya se está marchando como se fueron otras, otras veces. Ahora, como siempre también, incluso como antes de que hubiera metereólogos que lo explicaran, a poco ya de la primavera, el sol va apareciendo cada vez más. Y los mirlos vuelven a aparecer.

Los oigo y me vuelvo. Posados en el alero del tejado, en la rama de un árbol o en el borde de la alambrada de la finca. Él canta y yo escucho. Yo no entiendo de música pero él sí. Dicen los entendidos que los mirlos componen una canción y la repiten siempre.

Su plumaje negro azabache, su pico anaranjado. Sus ojos rodeados de amarillo, todo él me está mirando. Y me canta. Para decirme, casi seguro, que él está ahí, que ese es su territorio, pero que no me tiene miedo, que ya me conoce desde siempre. Perfecciona cada día su melodía pero yo no entiendo si es la misma del pasado año. Probablemente no, porque será otro mirlo distinto el que me canta esta primavera. Pero, ¿qué más da? Es un mirlo y su canto es precioso, como siempre.

Y ese canto me lleva a otras primaveras, con otros mirlos. Siempre estuvieron conmigo. O yo con ellos. De pequeño, en mi pueblo, enfrente de mi ventana, los amaneceres y atardeceres se llenaban de sus cantos. Yo me asomaba y trataba de imitarlos. Operación imposible.

Más tarde, recorrí varias ciudades. Siempre había una pareja de mirlos cerca de mi ventana. Siempre oía sus canciones. Y siempre los buscaba y me quedaba extasiado, mirándolos. Pienso, siempre lo creí así, que ellos también me miraban. Y cantaban cuando me veían.

Ya sé que no podían ser los mismos. Pero eran muy parecidos. Y su canción ¿era la misma? No soy buen “escuchador”, pero juraría que no, aunque sí era también muy parecida. Pensé: ¿se transmitiría de padres a hijos? ¿Serían estos mirlos de ahora los descendientes de aquellos? Era casi imposible que todos los mirlos con los que he ido encontrándome fueran de la misma familia y descendientes unos de otros.

Pero, todo eso la verdad es que me daba casi igual. Lo importante es que, como todos los años en estas épocas, los mirlos aparecían cerca de mi casa, estuviese yo donde estuviese. Y cantaban. Y me miraban. Yo creo que me saludaban. Yo quedaba contento.

Casi todos los días oigo, al atardecer, su canto. Me paro a escucharlos, los busco con la mirada y les saludo con la mano. Sus ojos rodeados de amarillo se mueven para los lados. Su plumaje reluce y brilla reflejando los últimos rayos de un sol que se está marchando. Es verdad, y yo lo sé, que otros pájaros también cantan, pero… no es lo mismo; ni parecido siquiera. Su cantar es bonito, también, pero no es como el de ellos. Les falta, pienso yo, un tanto de emoción.

Ayer, cuando llegaba a casa, él estaba posado encima de la alambrada que guarda “su” terreno. Daba pequeños saltos de un lugar a otro, como intranquilo o como si tuviera demasiada prisa. La luna, grande y redonda, casi roja, estaba asomando por encima del horizonte. Una pequeña brisa acariciaba nuestras caras sonrientes. Cuando me vio, empezó a cantar. Yo le miré y él me estaba mirando.

Me emocioné cuando acabó su canción y se fue a su nido.

 

Ángel Lorenzana Alonso