Desde lo alto del paso, la vista que se ofrecía era majestuosa. El valle discurría entre soles y sombras y se perdía allá donde empezaban las rocas empinadas y en donde, como decían los vecinos, para ver el cielo hay que mirar para arriba. Algún chopo se había teñido ya de amarillo, la hierba estaba perdiendo su verdor, el río aguardaba a que las nubes llenaran su cauce y las gentes del lugar se preparaban para la llegada de su amiga la nieve. Los ganados iban bajando y acercándose a los pueblos, los niños preparaban sus mochilas y los pájaros recogían cada tarde a sus polluelos y les enseñaban a resguardarse. Todos sabían lo que iba a suceder.

El camino hacia el fondo del valle se retorcía en un mar de curvas y en cada una de ellas, la montaña de caliza blanca se acercaba un poco más. El valle se iba hundiendo siguiendo un pequeño río.

El maestro, que ya conocía el paisaje y el lugar por sus andanzas de montañero y por los cursos pasados, se preguntó, una vez más, si era acertada su decisión de continuar otro año en aquel lugar que era a la vez un paraíso y un encierro voluntario en los agrestes días de un largo invierno.

Llegó hasta el pueblo cuando ya las sombras se cernían sobre los tejados de las casas. Una niña, rara por su cabello rubio, corrió por las casas al grito de “Ha llegado el maestro”. Y, en cuestión de minutos, todo el pueblo, con los niños delante, estaba preparado para recibirlo y ayudarle a subir sus cosas hasta la casa, en la parte superior de la escuela. Todo estaba preparado para un nuevo curso. El maestro saludó a los vecinos y abrazó a sus niños alborozados, viendo que faltaba alguno pero que algún otro se había unido al grupo.

Y empezaron las clases y el maestro, aprovechando los últimos días de septiembre, cogía al grupo de alumnos y los llevaba un poco más cerca de las montañas blancas, para enseñarles el río, los árboles, las peñas y los pocos animales que encontraban. Todos a su alrededor, escuchando mientras jugaban. Habían subido un poco por un sendero no muy pendiente. Desde allí, el pueblo se veía muy pequeño entre las montañas.

Una niña, de nombre extranjero, nueva en el pueblo ese año, se levantó de pronto, abandonando la tarea de recoger hojas “puntiagudas” que al día siguiente clasificarían en la escuela. Corrió hacia el maestro. Le cogió del pantalón mientras le gritaba: “Señor maestro, señor maestro, tenemos que marchar para el pueblo inmediatamente.” Y se puso a llorar desconsoladamente.

Nadie entendía nada. Los niños la miraban extrañados y se encogían de hombros ante la mirada atónita del maestro. La niña tendría unos cinco años y no paraba de llorar, abrazada al profesor que miraba, preocupado, a su alrededor en busca de algún posible peligro que él no hubiera advertido. El sol se estaba empezando a ocultar pero les sobraba tiempo para llegar a casa todavía con claridad suficiente.

Cuando logró que la niña se calmara un poco, le preguntó por el motivo de su lloro para tranquilizarla. Ella, entre sollozos aún, le explicó que su madre siempre le decía que tenía que ir para casa cuando las blancas montañas de aquel valle se pusieran de color de rosa.

Y miró a las montañas. Todo el grupo, incluido el señor maestro, miraron las montañas y vieron cómo se habían teñido de rosa al recoger los últimos rayos del sol del atardecer.

En silencio, con la niña ya más calmada, emprendieron el regreso.

 

Angel Lorenzana Alonso