El grito surgió de repente, en medio de la calle. Y ni los coches ni los autobuses que pasaban, ni el clamor popular de aves, perros y personas lograron acallarlo:

¡¡Todos los marcianos serán considerados terrestres y podrán comer de la sopa boba de nuestro planeta!!

Y el grito caló y caló. Se divulgó en periódicos y redes sociales, se escribió en pancartas que adornaron mítines y manifestaciones varias, se radicalizó a medida que penetraba en las distintas clases sociales terrestres y fue asumido como dogma de fe por todas las religiones, sectas y grupúsculos de la Tierra.

Los dirigentes políticos dijeron que sí o que ya verían, según la tendencia ideológica-monetaria a la que estuvieran adscritos. Los juristas analizaron, en su incomprensible lenguaje, si ello se ajustaba a las leyes o si las leyes tendrían que cambiarse para dar cabida a lo que se avecinaba. Los psicólogos analizaron las posibles consecuencias de asumir tal afirmación como parte de la producción normal del cerebro humano. Y los economistas vieron los macrodatos y vaivenes posibles de una economía convulsa.

Incluso los sondeadores de opinión hicieron predicciones basándose siempre en la hipótesis certera de que nunca en el pasado habían acertado con nada.

El grito caló como si de lluvia fina se tratara y un grupo de pseudointelectuales, funcionarios bien colocados, con hipotecas ya pagadas e hijos estudiando en el extranjero, decidieron asumir como suyo el grito y pensaron en llegar al poder utizando a los marcianos como excusa. No porque les importaran los marcianos sino porque “quedaba bien”.

Y los pobres mendicantes de ideas, a los que cualquier cosa les viene bien con tal de que sea absurda, aplaudieron y dijeron “olé” como en los buenos tiempos en los que oponerse era todo lo que había que hacer.

Y así, algunos llegaron a hacerse con una parcela de poder, negociaron con terrestres y con marcianos, juntos y por separado (juntos para guardar apariencias y separados para decir a cada uno aquello que quería oir) y llegaron, después de sesudas, no en vano eran “intelectuales”, deliberaciones, a comprender que Orwell tenía razón con aquello de que “todos los animales son iguales… pero hay algunos que son más iguales que otros” y a que el refrán popular casi nunca se equivoca cuando dice aquello de que “una cosa es predicar y otra, muy distinta, es dar trigo”.

Los marcianos llegaron pero no vieron ni vencieron. Y los terrestres que aún quedaban volvieron a cultivar sus tierras y a beber el buen vino de sus cosechas.

El ciclón se quedó en tormenta y la tormenta fue pasando poco a poco. Y el grito se convirtió en leyenda.

Angel Lorenzana Alonso