Recogió la luz con sus manos maduras de años y con arrugas cargadas de recuerdos. La puso delante de sus ojos, casi ciegos y demasiado hundidos como para ver soles casi tenues y demasiado hinchados de tanto mirar más para dentro que para fuera. Sus labios sonrieron ante el reflejo y besó a su hijo que le había regalado un bien tan preciado para ella.

Quiso retener la luz aunque sabía que no podría. Quiso ver en ella el rostro de su hijo. Un rostro que recordaba como nadie. Un rostro que había visto ir cambiando con los años y que, en su mente, seguía siendo el niño que una vez fue y que seguiría siendo para siempre.

Dijo gracias, muy bajito, sabiendo que él la oiría. Su hijo siempre la oía. Aunque ella no hablara. Una mueca bastaba para que él acudiera a besarla.

Rieron y lloraron durante toda la tarde. Hablaron de años y hablaron de futuros. De futuro, dijo ella, y de años, dijeron los dos. Un futuro todavía por hacer pero feliz en la mente de una madre que siempre pensaba que su hijo era el mejor. Era su hijo y no podía ser de otra manera.

Llegó la noche. Ella se retiró a su habitación. El se despidió con la sonrisa de siempre. Mañana volvería. Mañana encontraría otra vez a su madre esperándole, con esa misma sonrisa que parecía que no pasaba nada.

Ya sola, recogida en pensamientos y en recuerdos, llena de esa alegría de madre que solo recuerda las buenas cosas, sonrió una vez más. Le habían hecho el mejor regalo posible en el día de la madre. Estaba feliz y con esa felicidad se quedó dormida.

Angel Lorenzana Alonso

En homenaje a todas las madres del mundo