Érase una vez que se era dos gigantes cabezudos. Vivían en la misma casa, heredada de sus antepasados pues ellos no hubieran sido capaces de hacer nada. Los dos eran hermanos de la misma madre, aunque de distinto padre como bien se puede suponer. Cada cierto tiempo, se turnaban el uno en dormir y el otro en vigilar la casa y hacienda.

Cada cual, cuando estaba despierto, cuando le tocaba en ese turno que se habían inventado ellos, jugaba a ser rey de su casa. Pero solamente cuando su hermano estaba dormido, no fuera que le sentara mal y se enfadara. Ninguno se atrevía a enfrentarse al otro claramente. Les iba bien así. Se turnaban, dejaban hacer al otro y esperaban su turno para hacer lo que se le antojara.

Por eso, visto desde fuera y con una cierta objetividad de mirada, aquella casa no había por donde cogerla. Una vez era de un color y otra vez de otro. Una vez venían unos invitados de alto copete y “dama blanca” y, otra vez, venían otros, vestidos como más suave pero con la misma cara de aprovechados.

Y la hacienda, para qué nombrarla. A veces estaba sembrada con el sudor de los jornaleros y, a veces, estaba sembrada con el sudor de jornaleros/as. Daba igual. Los beneficios, la sembrara quien la sembrara, siempre iban a parar a la casa de los gigantes cabezudos. Pero, creo yo, les divertía eso de ver distintas formas de hacer lo mismo y de que trabajaran personas distintas para, al fin, recoger la misma cosecha.

Cada uno de los hermanos, cuando estaba despierto, se quejaba y maldecía lo mal que lo hacía el otro y le echaba las culpas de todo lo que pasaba. Y, por eso, cada cual se ocupaba, en vez de hacer cosas sobre lo que había hecho ya su hermano, en barrer y barrer hasta no dejar nada. Era como una venganza entre ellos y como un vuelta a empezar que parecía divertirles mucho. No les divertía tanto a los demás habitantes del bosque que tenían que soportar sus iras, sus idas y venidas, sus caprichos y que, se mirase por donde se mirase, eran ellos los que pagaban tanta obra y tanta “desobra”. Ellos eran los que alimentaban a los gigantes, no fuera que se volvieran contra ellos, y los que se ocupaban de servirles, “mantenellos” y “sostenellos”. Y, de vez en cuando, ellos eran también los que despertaban a uno o hacían que el otro se durmiese.

Era un juego divertido. Divertido para los gigantes que, así, ni siquiera tenían que gastarse en despertadores. Divertido para las sabandijas que, estuviese quien estuviese despierto, siempre se aprovechaban de las sobras de la mesa del amo. Divertido para los tontos del lugar que aplaudían a rabiar las tonterías que decía su gigante favorito. Pero muy poco divertido para los que trabajaban, para los que pagaban los caprichos y para los que, estuviese quien estuviese despierto, siempre eran los perdedores. Y, no lo dude usted, siempre hay muchos más perdedores.

Los gigantes, y sus amigos de turno, recogían dádivas y sonrisas, guiñaban al de al lado y maldecían al de enfrente, salpicaban de besos las mañanas – una vez de un color, otra vez de otro – que despertaban cada día, rebuznaban al sol que más les calentase y pasaban el tiempo entre palabrerías y obras vanas.

Y así pasaban los días, y los meses y los años. Y los gigantes siguieron viviendo del cuento y los habitantes del bosque siguieron embobados mirando para ellos.

 

Angel Lorenzana Alonso