Ellas vivían al otro lado del camino, en la charca que era tan grande que parecía más una pequeña laguna. Más acá estaba el camino, un camino ya gastado pero que conservaba las roderas bien marcadas. En medio de ellas, la hierba todavía osaba asomarse sin que apenas nadie la pisara. No era un camino de personas, sino de carros. Serpenteaba entre tierras ya sin trabajar pero prestas por si alguien quisiera volver a hincar el arado. Aunque parecía que se habían olvidado.

Al otro lado del camino, a unos pocos pasos, no más de cien, estaba el río. Un río que se había contagiado del duro paisaje y que tampoco metía ruido a su paso. El agua, poca en este verano que ahora empezaba, bajaba despacio, muy despacio, como si no quisiera que nadie se enterara, como si no quisiera molestar a los pocos juncos y arbustos que apenas crecían en sus orillas.

No era muy ancho este río. Ni portaba mucha agua tampoco. Solo la suficiente para servir de riego a algunas pequeñas tierras, un poco más abajo. Después, se perdía llano abajo pugnando por llegar al otro río, más grande, que llenaba de árboles el valle.

Nunca nadie había visto peces en él. Solo alguna libélula y muchos mosquitos los días de calor.

Por el camino, un carro bien atado al yugo con un recio sobeo, venia tirado por dos vacas casi esqueléticas. Las moscas trataban de posarse en sus morros resecos por el calor sofocante de esta tarde de incipiente verano. Las vacas, uncidas al yugo, trataban de espantarlas con imposibles cabezadas. El padre iba delante, mirando al suelo, y el niño se había sentado a horcajadas en la vara del carro.

Desde allí las vio. Mandó parar a las vacas que le agradecieron el gesto. Saltó del carro y se las enseñó a su padre. Eran las ranas. Más de una veintena de ellas. Estaban llegando al camino pero se habían parado hasta que el carro pasara. Probablemente, dijo el padre casi sin mirarlas, querrán llegar hasta el arroyo buscando la frescura del agua.

Siguieron con el carro y pararon un poco más abajo. Padre e hijo observaron cómo las ranas atravesaron, a pequeños saltos, el camino y se fueron hasta el río. El niño quería cogerlas pero el padre le dijo que, primero, tenía que aprender a hacerlo. Mañana, u otro día, le enseñaría.

Un día tras otro, se acordaba de las ranas. Y, un día tras otro, le recordaba a su padre que había dicho que le enseñaría a cogerlas. Tanto insistió que el padre cedió. Con una condición solamente: no deberían matarlas. El niño lo prometió solemnemente.

Cogieron dos palos largos y flexibles. Que se doblaran pero que no rompieran fácilmente. Buscaron cuerdas muy finas y las ataron fuertemente a la punta de cada palo. Y en el extremo de cada cuerda ataron un pequeño trapo rojo.

Se fueron hacia el río, hacia donde habían visto a las ranas. El niño observaba todo lo que hacía su padre. Pero las ranas no estaban allí.

Habían llegado al agua y buscaron un sitio donde quedarse. Marcharon rio arriba y río abajo buscando un buen remanso que las protegiera y que les permitiera vivir sin mucho peligro. Lo encontraron cerca, un poco más abajo del lugar por donde habían llegado.

El padre las oyó croar y, en silencio él y su hijo, se acercaron a ellas. Se escondieron tras unos juncos y las observaron. En voz muy baja, le recordó la promesa que hizo su hijo. No las matarían. Solo jugarían con ellas un poco.

Lanzó la cuerda con el trapo rojo y esperó. No tardó mucho en moverse la punta del palo. Una rana había tragado el trapo rojo. Con un golpe rápido, tiró fuerte del palo y de la cuerda, y una rana, en el borde, voló hasta sus espaldas, fuera del agua. El niño fue corriendo a por ella. La cogió entre sus manos y la rana expulsó el trapo que había tragado. Se la enseñó a su padre y, después de acariciarla un rato, la lanzó otra vez al río.

Lo consiguieron otras tres veces. Una de ellas, el niño solo. Después, las ranas aprendieron que el trapo rojo no era la comida que parecía y dejaron de ir a por él.

Padre e hijo se reían. Habían pasado un buen rato y el niño había aprendido a pescar. Y había aprendido a “hacerse amigo” de las ranas y a respetarlas.

Las ranas aprendieron que el lugar aquel no era muy seguro y, cuando el sol se estaba poniendo, salieron del agua, atravesaron el camino y volvieron a su charca de siempre.

Si estaban en la orilla, siempre habría algún niño, o no tan niño, que vendría a jugar con ellas o, lo que era peor, a cazarlas y matarlas. Por eso decidieron ir hasta el centro de la laguna y vivir allí, escondidas entre los juncos.

Contaba una de ellas que, un día, vio al niño, con su caña con trapo rojo, al borde de la charca. Pero las ranas no lo consideraban un verdadero amigo.

Y, por supuesto, no querían jugar con él a ese juego.

 

Ángel Lorenzana Alonso