Trataba de no pensar en ello. Pero no podía remediarlo. Cada vez más frecuentemente, la idea de que todo se acababa iba rondando entre mis pensamientos. Sabía que era lo normal. Y lo inevitable. Los años pasaban cada vez más aprisa y los días, es posible que porque eran más monótonos y aburridos, se repetían sin apenas nada nuevo. La edad y la salud tampoco te permitían ya hacer demasiadas cosas. Lo más que podías era soñarlas, o imaginarte cómo las hubieras hecho si hubieras podido. O si te hubieras atrevido cuando podías.

Pero ahora ya era tarde. Lo que era seguro es que no podías dar marcha atrás. Ni ser más joven, ni más fuerte, ni… ¿O sí? La idea venía una y otra vez. No era lo mismo pero algo era algo. Se podía intentar al menos.

Subí al desván y lo preparé todo. Despejé la pared del fondo, la que no tenía ni ventanas ni tragaluces de ningún tipo. La limpié de telarañas y la pinté de un blanco resplandeciente. No utilizaría borrador. Simplemente, iría “pasando las páginas”.

Puse un taburete para poder subir a las partes más altas. Me subí y escribí arriba a la izquierda: “Historias que pudieron ser”. Lo subrayé, bajé y me senté en el sofá de enfrente. Ahora solo faltaba ordenar en mi cabeza las historias. Y después, escribirlas, que eso era lo más difícil. Tenía, no obstante, una ventaja importante. Nadie, salvo yo, podría leerlas. Y podría ponerles el título que quisiera, y, ahora que lo pensaba, hasta podría poner faltas de ortografía o no prestar atención a los acentos. Al final, hasta sería divertido y podría reírme y burlarme de los señores académicos que todo lo saben. Me lo iba a pasar bien escribiendo en mi “libro”. Cada historia tendría un color diferente. Me eché a reír con eso de los colores. Tendría que preguntar a mi mujer. Ella sabía muchos colores. Yo, solamente seis o siete.

Siempre me hubiera gustado ser un pirata. De los de verdad, de los de antes, de los que iban abordando barcos y robando damas y tesoros. Por eso mi primera historia trataba de un pirata que surcaba mares y escondía tesoros en islas misteriosas y envueltas en perennes nieblas que las hacían “invisibles”. Disfruté a lo grande haciendo lo que quería.

Busqué en mi memoria los recuerdos que nunca fueron, aquellos otros que el tiempo fue transformando en finales especiales y aquellos que surgieron de libros leídos o de fantásticas películas. Heroínas que me habían impresionado y que lograron sonreírme desde la pantalla. Arriesgados aventureros por mares y montañas perdidas, animales con voz humana y hasta héroes de los dibujos animados.

Mi vida real no se había parecido en nada a las de ellos. No podíamos decir que hubiera sido aburrida, pero sí distinta. Más sujeta a normas, a quedar bien en la sociedad, a cumplir horarios. En fin, más de otra manera.

Pero ahora sí. Ahora era como ellos, o mejor que ellos. E iba reflejando en mi libro del desván todas esas historias que imaginaba. Y las releía cada poco, por si acaso se me olvidaban.

Hasta ideé, como ya dije, un sistema para que cada historia tuviera un color distinto en la pared. O igual color pero con lápices distintos. Todo era posible en mi libro. Un día pensé que tardaba demasiado en escribir las historias. Y descubrí un método para que las palabras pasaran directamente desde mi cabeza a la pared.

Y así, fui pirata y bandolero. Aviador, alpinista, buscador de tesoros, hechicero, explorador, gánster y policía. Todo lo que pudiera imaginar, y era mucho lo que uno puede imaginar cuando no le pones trabas a tus sueños.

Muchos quisieron entrar a mi desván, porque me veían feliz. Sabían que allí debía estar el secreto. Pero no les dejé. Aquel mundo era solo mío. Me sentaba en mi sillón y pasaba las páginas de mi “libro”, releía y corregía a veces alguna historia. Pocas, es verdad. Me gustaban tal como las había imaginado.

Solo yo podía leer las historias y solo yo podía “pasar las páginas”. Si yo no lo hacía, la pared del desván era solamente eso, una pared blanca inmaculada.

A veces, mi gato estaba conmigo en el desván. Recuerdo que un día se puso a maullar desesperado y se acercaba a mí como para llamar mi atención.  Fue cuando estaba escribiendo algo sobre un gato vagabundo con el que me había encontrado en la calle. Era un animal hambriento y sucio. Mi gato estaba enfadado, no había duda. Y comprendí que no le gustaba lo que estaba escribiendo en la pared. Lo borré, lo del gato vagabundo. Y hablé de un gato feliz. Quedó más tranquilo.

No di demasiada importancia a aquel hecho hasta que un día, sentado en mi sillón, pegué un salto y empecé a pasear por el desván. Mi “libro” estaba en peligro. Los gatos podían leerlo. Por lo menos, mi gato. Hice otras pruebas y comprobé que era así.

Dejé abajo al gato y subí a mi perro. Hice las mismas pruebas y comprendí que también el perro lo entendía. Y, lo que era peor, le afectaba lo que yo escribía.

Y lo mismo pasó con el gallo, y con el loro…, y hasta con un pequeño pececito de colores.

Subí a mi mejor amigo, sin decirle nada. Lo puse frente a la blanca pared y le dije que leyera. Miró un momento, se acercó más a la pared y siguió mirando. Se dio la vuelta y levantó los hombros y los brazos. Mo veía nada. Solté una buena carcajada y le dije que todo era una broma. Tomamos un café mientras el gato, a mi lado, maullaba, o gruñía. O vete a saber que hacía, pero no quitaba ojo de la pared. Seguía líneas imaginarias y parecía como si empezara una nueva línea cuando acababa la que estaba “leyendo”. Mi amigo no dejaba de mirarle.

Preocupado porque alguien más pudiera ver y saber lo que escribía en el muro, decidí que era mejor acabar con todo aquello. Había disfrutado inventando las historias, pero era mejor no seguir por ese camino.

Quise borrar todo lo que había escrito. Pero no pude. Las historias que había inventado ya no me pertenecían. Ya tenían una vida propia, la que les dieran sus lectores.

Aunque solo fueran los animales.

 

Ángel Lorenzana Alonso