
En una ocasión, hace ya mucho tiempo, aquel hombre mató un oso. Fue una auténtica desgracia. No quería matarlo, fue un accidente. La escopeta se le disparó sin querer, del miedo que tenía cuando vio a aquel animal delante de él.
Pero, desde entonces, le llamaron “mataosos”. Casi nadie se acordaba ya de lo sucedido entonces pero su fama siguió con él desde aquel día del accidente. Los detalles, las causas, los antecedentes poco importaban ya. El hecho, incontestable y confeso, era que había matado un oso y esa fama, para bien o para mal, iría siempre con él.
Y no solo eso, si no que, además, cualquier cosa que hiciera o le sucediera, siempre la relacionarían de alguna manera con la muerte del oso. Que tenga un pequeño accidente con el coche, veinte años después, claro estaba que la causa última era la muerte del oso. Que era feliz el día de su boda con la mujer más extraordinaria del mundo, pues todo se debía a que él era el que había matado un oso.
Y lo peor no era solo que la gente lo recordara y se lo recordara, sino que él, de día y de noche, no podía olvidar a aquel animal ni el disparo que salió de su escopeta, y pensaba, además, que cualquier cosa que sucediese a su alrededor, siempre, siempre estaba relacionada con la muerte del oso.
Pero es verdad que cuando el tiempo se para, el silencio se adueña de todo. Y es verdad también que a mataosos se le había parado el tiempo. Él lo atribuía, como no, a lo del oso. Pero nosotros sabemos que no era así. El tiempo se había parado, es verdad, pero no por culpa del oso, ni del disparo ni de nada. Se había parado porque el señor mataosos lo había dejado parar. Y fue entonces cuando el silencio se fue apoderando de él. Primero se metió en su casa y después se apoderó de su cerebro.
Dejó de pensar y casi deja de actuar. No es que él fuera muy activo ni que fuera de esos que siempre tienen algo que hacer. Era, siempre lo fue, un hombre bastante tranquilo, de los que ven venir el viento y no intentan sujetarlo. Si no hubiera sucedido lo del oso, hubiera pasado en silencio por la vida, sin que nadie se hubiera enterado.
Pero es verdad que aquello le cambió. No es normal que te encuentres con un oso y que tengas que dispararle. Y no era normal tampoco el tener que vivir siempre con aquel recuerdo y con la mirada sonriente de sus vecinos. Pero tuvo que ir aceptándolo poco a poco como quien acepta que los años van pasando y no puedes retenerlos.
A casi nadie le extrañó, sin embargo, cuando mataosos se paró. Lo vieron ir cada vez más despacio. Un día no se parecía para nada al día anterior. Caminaba cada vez más despacio, hablaba más despacio, arrastrando las palabras, y hasta saludaba como con desgana cuando se tropezaba con alguien por la calle.
Cada vez salía menos de su casa y ya ni siquiera iba hasta la huerta a las afueras del pueblo, allí estaba medio abandonada. La gente le preguntaba pero él solo decía que estaba bien y que no entendía de qué le estaban hablando. Ni siquiera al médico, que había llamado un sobrino suyo, supo decirle lo que estaba sucediendo. “Estoy bien”, seguía diciendo él, aunque nadie le creyera.
Sus piernas se iban parando y, lo que era aún peor, se iba parando su cerebro. Ni el médico ni otros doctores que le visitaron supieron decir nada. Iba dejando de andar, apenas comía y ya nadie entendía lo que intentaba decir.
Fue un martes por la tarde cuando se paró del todo. Quedó sentado en su hamaca preferida, con los ojos abiertos y un viejo periódico entre sus manos. Era donde contaban la historia del oso.
Seguía, no obstante, respirando. Tres meses lo tuvieron en un hospital haciendo pruebas de todo tipo y alimentándolo artificialmente. En ningún momento pudieron quitar el periódico de sus manos, y nadie se atrevió a romperlo.
Lo volvieron a su casa del pueblo con una señora que lo cuidaba. Así estuvo más de seis meses, sin nada que hacer ni nada que decir. Estaba allí, parado, con el periódico en sus manos y mirando siempre a lo lejos, al otro lado de la única ventana de su casa.
De vez en cuando, lo sacaban a la calle, para que le diera el sol. Pero él seguía sentado y en silencio. Ese silencio que se había adueñado de él y de su tiempo.
La gente, sus vecinos de siempre, lo saludaban al pasar y alguno incluso se paraba un poco a “charlar” con él. Conversaciones en las que solamente uno hablaba y en las que nadie sabía si el otro estaba escuchando. Alguno todavía le hablaba de lo del oso aquel.
Un día de casi invierno, cuando nadie lo esperaba ya, encontraron la silla vacía y unas pisadas marcadas apenas en la nevisca recién caída y que se perdían camino del bosque. Unos vecinos llamaron a otros y casi todos, armados con horcas y palos, por si acaso, marcharon tras las pisadas.
No tardaron en encontrarle. Mataosos se había sentado en una piedra a la vera del camino y estaba con el periódico en una mano y la escopeta en la otra. La brisa fría le estaba despeinando pero no dejaba de mirar al bosque.
Se amontonaron a su lado pero nadie se atrevía a preguntarle. Al cabo de un rato, fue él el que dijo, con voz clara y fuerte:
– El oso me ha dicho que hoy vendría.
Ángel Lorenzana Alonso





