
Apareció de repente, en medio de la iglesia. Una pequeña iglesia de un pueblo pequeño que había sido rodeado, el pasado verano, por los incendios malintencionados.
La iglesia estaba abierta para el paso de los peregrinos que hacían el camino rumbo a Compostela. Algunos, pocos y cada vez menos como podía comprobarse con el paso de los años, echaban una plegaria ante el silencio de los altares casi vacíos. Otros se paraban a contemplar las imágenes y reliquias que guardaba aquel templo, las bellas esculturas y los viejos arcos cuya arenisca se desmoronaba cada vez más, por el paso del tiempo.
La mayoría, la mayoría estaba solo de paso. Con prisas, iban directamente a sellar el documento que atestiguara su paso por allí. Y se marchaban casi sin un “buenos días” siquiera. Caminaban deprisa, iban con la prisa que marcaba su vida, queriendo acabar todo cuanto antes. Sin disfrutar, sin “ver” el camino, como no “veían” el resto de las cosas que hacían. Pensaba yo en lo cierto de aquellos turistas, cada vez más abundantes, que iban haciendo fotos y videos de los sitios, sin mirarlos, para mirarlos después, repantigados en el sillón de sus casas.
Ese día, unos ocho o diez peregrinos estaban dentro de la iglesia cuando sucedió todo. Una mujer dio un grito. Todos los demás gritaron también. Se hizo un pequeño corro alrededor de una pequeña serpiente que apareció, como por arte de magia, en el pasillo central, entre bancada y bancada. Era bastante pequeña y apenas se movía, más asustada que los propios peregrinos que reculaban y gritaban cada vez más. Probablemente vino enganchada en alguna mochila y decidió soltarse allí.
Una la miraba horrorizada, otra se santiguó varias veces mientras comentaba algo sobre “the devil”. Algo dijo en inglés pero casi nadie la entendió. Todos intentaron salir corriendo de la iglesia. La serpiente seguía allí, casi inmóvil. Vinieron más peregrinos y el corro se fue agrandando y la iglesia ya estaba casi llena.
Uno llegó y le hizo una foto con el móvil. Se acercó, al poco rato, al guardián de la iglesia y le enseñó fotos y textos de serpientes como aquella. Se trataba, dijo a la vez que veían las fotos y lo que allí escribían los expertos, de una especie inofensiva de culebra que abundaba en los campos y que, probablemente y como ya sospechábamos, llegó agarrada a alguna mochila.
La serpiente estaba rodeada y más asustada que la gente. No obstante, cuando movió un poco la cola, todos corrieron espantados. Ella aprovechó para reptar un poco hacia una imagen de la Virgen, patrona del pueblo.
No tardaron en oírse las interpretaciones: la Virgen acabaría aplastando a aquel bicho demoníaco. Muchos vieron que la Virgen estaba apoyada y pisando una media luna lo que significaba, también según los sabios expertos de internet, que ella dominaba todo aquello que cambiaba y se movía. Y, por supuesto, ella dominaba y pisaba la cabeza de las serpientes, símbolos del demonio y de todo lo malo del mundo.
El pequeño reptil se enroscó sobre sí mismo y escondió su cabeza. “Por si acaso”, dijo otra peregrina que no cesaba de santiguarse y elevar sus plegarias al cielo. Los demás contemplaban la escena sin hacer nada. Pero atentos a los movimientos de la serpiente “por si acaso”.
Alguien avisó a las autoridades y alguno del pueblo quería llamar a la Guardia Civil. El segundo teniente de alcalde llegó, vio y, dado que apreció bastante concurrencia, casi como el día de fiesta del pueblo, quiso aprovechar para echar un discurso. Pero no le dejaron. Solo dijo “algo habrá que hacer” mientras se afanaba, nervioso, con su teléfono móvil tratando de hablar con sus superiores.
La peregrina que veía en la serpiente una clara representación del demonio, sacó, quien sabe cómo, una pequeña botella que dijo contener agua bendita y roció con ella al bicho aquel. La verdad es que la serpiente se estremeció y se puso un poco tensa, pero allí siguió con su cabeza medio escondida.
La luz que entraba por una de las pequeñas vidrieras de la iglesia estaba dando de lleno en la cara de la imagen de la Virgen. Vista desde abajo, desde donde nosotros estábamos, hasta parecía que sonreía. El alborozo se hizo general entre los concurrentes que, rápidamente, empezaron a santiguarse. Algunos, que ni siquiera parecían muy creyentes, empezaron a mover los labios e hicieron signos como de querer arrodillarse.
El señor teniente de alcalde estaba contando por teléfono al obispo todo lo que estaba ocurriendo. Me imagino el alboroto en el obispado, preguntando dónde estaba esa iglesia y preparando coches y ropajes adecuados para ir raudos al lugar.
Más todo quedó ahí. Los peregrinos se fueron marchando, el señor obispo se perdió por esos caminos del Señor, la autoridad siguió esperando y esperando. Cuando todo quedó tranquilo y hasta la Virgen perdió el reflejo de su cara, la pequeña serpiente, bajo la atenta mirada del guardián que tenía una gran escoba en su mano, se desperezó y reptó despacio por la iglesia hasta la puerta de salida.
Se paró un momento en el umbral y echó una última mirada a la iglesia. Se marchó. El guardián la siguió con la mirada hasta que desapareció en un huerto cercano.
El guardián y el teniente de alcalde se miraron y se secaron con la mano el sudor de la frente. Un pequeño suspiro se escapó de sus gargantas.
Ángel Lorenzana Alonso





