Una especie de atril, con un cristal encima, lo ponía bien claro: “Ruinas de un castillo del siglo XII perteneciente a los condes de Villagrande. Vivieron en la opulencia y murieron en el incendio de este castillo, tratando de salvar al castillo y a sus súbditos. Se conserva parte de la torre del homenaje, algunas almenas y saeteras en el muro oeste, restos de los muros norte y este, el foso y el puente levadizo en la puerta de entrada.”

Al lado, una pequeña caseta estaba cerrada, con un cartel bien grande: Visitas al castillo los miércoles de 11 a 12. Se prohíbe la entrada sin ticket. Puede ser peligroso. Lástima, pensé, hoy era jueves y no me apetecía esperar toda una semana para entrar.

Cogí mi cámara de fotos y fui dando la vuelta a las ruinas. Se veía un poco de la torre con un balcón casi derruido del todo. Los muros tenían apenas metro y medio salvo una pequeña parte en que subían hasta las almenas. Dos almenas con una saetera un poco más abajo.

Miré el profundo foso que no ofrecía ninguna protección al visitante y me quedé plantado delante de la puerta de entrada, allá al otro lado del foso. Un chirrido, como de cadenas arrastrándose, llamó mi atención. Miré a mi alrededor pero no había nada. Al volver la vista hacia las ruinas, noté que el puente levadizo iba bajando muy lentamente. Me aparté un poco, por si acaso.

Oí el galope de unos caballos y vi tres jinetes que venían hacia donde yo estaba. El puente estaba ya abajo del todo. Los tres caballeros cruzaron el puente y entraron en el castillo como si alguien los estuviera persiguiendo. Una mujer, al lado de la puerta, me hacía señas para que pasara. Aunque todo me parecía muy raro, no lo dudé. Atravesé el puente a la carrera mientras noté que empezaba a levantarse de nuevo.

Para mi sorpresa, estaba dentro del castillo. Ahora todo estaba bastante bien: las almenas y las murallas estaban enteras y en buen estado, al igual que la bella torre del homenaje. Hombres armados recorrían el muro y vigilaban. Otros cuidaban de los caballos en el patio o se dedicaban a otras labores. Los tres caballeros recién llegados estaban siendo conducidos hasta la torre por la dama que me había mandado entrar. Quise, entre asustado y embelesado, hacer alguna foto de aquello. Pero mi cámara no funcionaba.

Traté de llamar la atención de la mujer pero desapareció sin hacerme caso. El puente estaba levantado hacía imposible la huida. Dos guerreros, encima de las torres que flanqueaban la entrada, hacían sonar sendos añafiles. La gente empezó a correr de un lado para otro.

Alguien me tomó del brazo y me llevó a una sala llena de armas y armaduras. Me indicó que me preparara, que pronto empezaría la batalla. Quise decirle que yo no era de esta guerra, pero no me escuchó. Los gritos sonaban por todas partes. Yo trataba de buscar, entre el alboroto, a aquella mujer que me había invitado a entrar. Quizás ella tuviera la forma de poder salir.

La vi entrar en la torre y corrí tras ella. Casi sin hablar, me llevó hasta los condes. Estaban tranquilos, comiendo faisán con frutas, como si la guerra no fuera con ellos. Me invitaron pero me negué. No me parecía nada apropiado. Reían como bobos. Me interrogaron, a su manera, pero tampoco parecía importarles mucho. Al final, entre risas, decidieron acusarme de ser un espía del enemigo. “Que lo descuarticen en el patio del castillo” dijo el conde. “Y desnudo”, dijo la condesa.

La muchacha se tapaba la cara y trataba de sujetar la puerta para que no entraran los guerreros enemigos que ya habían conquistado el castillo, matado a sus habitantes e incendiado las cuadras, los muros y la propia torre. Solo aquella estancia quedaba en pie.

Los condes de Villagrande estaban ya con los postres cuando lograron derribar la puerta. Nos apartaron a la muchacha y a mí y arrojaron un montón de lanzas que fueron atravesando los cuerpos de los condes. “Por traidores y por enemigos del pueblo”, dijo el que parecía estar al mando. Prendieron fuego a los suntuosos cortinajes y nos arrastraron con ellos hasta fuera del castillo en llamas.

Todo estaba en ruinas. La muchacha se marcharía con ellos. Me invitaron a mí también pero prefería quedarme por allí. Me despedí, todavía atónito y muerto de miedo, de la muchacha a la que pregunté cómo volvía yo a mi vida real.

“Ésta es la realidad. Has logrado salvarte. Algún día escribiré la historia de este castillo, aunque es probable que no hable de ti porque apenas te conozco y no sabría explicar tu presencia en esta tierra”, me dijo. Sonrió, montó en su caballo y se alejó.

Cuando volví la mirada al castillo, ellos ya se habían perdido tras el horizonte.

Ahora, de nuevo, solo eran unas ruinas, tal como yo lo vi al principio. Su puente levadizo estaba levantado y el foso, descuidado, ya no tenía agua. Solo hierbajos y alguna lagartija suelta tomando el sol. Ya no quedaban restos del incendio aunque la ruina en que estaba daba testimonio de lo que allí había sucedido.

Volví a leer lo que ponía en el atril indicador y maldije a aquella muchacha que escribió la historia tratando de salvar el honor y la gloria de sus señores condes. De nada valdría lo que yo dijera.

No obstante, lleno de rabia, saqué mi bolígrafo y escribí: “Mentira”, encima de la inscripción.

 

Ángel Lorenzana Alonso