La alameda, junto al río, estaba llena de ellos. Eran negros y sus plumas azabache brillaban cuando el sol se posaba en ellas. Sus picos, anchos y potentes, también negros, daban miedo a quien los viera de cerca. Cada vez eran más numerosos. Empezaron a reunirse allí varias parejas, pero, sin que nadie supiera el porqué, otros se les unieron. Ahora, eran más de quinientos cuervos e imponía sentirlos tan de cerca.

A veces, al atardecer, sus fuertes graznidos inundaban el pequeño valle y llegaban atronadores hasta el pueblo situado a poco menos de un kilómetro de distancia. Sus “voces” iban en aumento hasta que, como obedeciendo una orden, alzaban el vuelo y formaban una nube en el cielo. Todos a una, pasaban en vuelo rasante por encima de las casas, se perdían casi en el horizonte donde el sol se escondía tras las nubes antes de ocultarse del todo y volvían otra vez a posarse en la alameda. En breves momentos, todo quedaba en silencio.

Aquella niña, de unos diez años, disfrutaba cada atardecer del espectáculo. Tenía que marcharse de su casa sin que la viera su madre que, día tras día, le insistía en que no se acercara a los cuervos. Y le contaba terroríficas historias para asustarla. Le hablaba de los cuervos como aves de mal agüero, por su plumaje negro y su ronco graznar. Le decía la madre que los cuervos eran los mediadores entre la vida y la muerte, una especie de “almas perdidas”. Son, le comentaba, las almas de los condenados. Y hasta le contó que Apolo los había vuelto negros por descuidar la vigilancia de su amada.

Pero ella no hacía ningún caso a aquellas advertencias. Es más, a medida que su madre más le advertía, más era su curiosidad e interés por aquellos negros pajarracos.

Aquella tarde de mayo fue distinta. Los cuervos graznaban, como siempre, y se movían entre los árboles. Una pareja de ellos salió del grupo y se posó a escasos metros de ella. La miraban fijamente, posados en el camino, zigzagueando por él y acercándose cada vez más. Ella retrocedió unos pasos pero ellos siguieron tras ella. No hacían ninguna cosa extraordinaria, solo acercarse… y acercarse mirándola.

Ella los estaba observando, medio paralizada. Se volvió de repente y echó a correr hacia el pueblo. El miedo inundaba su cuerpo. Los dos cuervos, en pequeños vuelos, se acercaban otra vez. Y la miraban. La miraban y la llenaban de espanto. Recobró sus fuerzas un momento y cogió unas piedras que lanzó a los pajarracos. No hicieron ni caso y seguían acercándose a ella. En un momento, pasaron por su cabeza todas las historias que su madre le había contado, sobre todo las más siniestras de todas.

Corrió con todas sus fuerzas. No miraba hacia atrás pero, en su carrera, le pareció ver a un cuervo negro volando a cada lado suyo. Cuando llegó a las primeras casas, los cuervos dejaron de perseguirla. Ella se paró y los miró. Estaban en el camino, picoteando y lanzando pequeños graznidos. De repente, echaron a volar y se perdieron en dirección a la alameda. No sin antes revolotear un poco por encima de ella.

Nunca había pasado tanto miedo y nunca más volvió por aquel camino. Por supuesto, tampoco nunca contó su historia ni a sus padres ni a nadie del pueblo. Se estremecía cada vez que se acordaba y una especie de rabia se iba apoderando de ella a medida que el tiempo pasaba.

Pero nunca la olvidó. Soñaba con los cuervos que se acercaban, con cuervos que la perseguían, que la picaban y que se enredaban en su pelo tratando de arrancarlo. Se despertaba sudando, horrorizada y tratando de espantarlos con sus manos. Pasaba noches en vela acordándose de los pájaros negros, oyendo sus graznidos y viendo cómo se acercaban.

Por el día, y a medida que se iba haciendo mayor, trataba de razonar: los cuervos no le habían hecho nada, solamente la fueron acompañando hasta el pueblo. Por otra parte, nunca más se habían vuelto a acercar a ella aunque, a veces, pasaban graznando por encima de su casa. Pero ella, cada vez que venían, corría a esconderse y se tapaba la cara con sus manos, para protegerse. El miedo podía con ella.

Y no podía olvidarlos. Y calculaba los días que le faltaban para cumplir los dieciocho años.

Sabía que estaban allí, en los árboles del río. Buscó libros que hablaban de ellos. Sabía ya todo lo que había que saber. Sus costumbres, la vida en parejas, las formas de las bandadas, lo que comían y hasta la forma de dormir. Conocía el color de sus plumas y su forma de volar y hasta de aparearse, para toda la vida. Era posible que vivieran aún los cuervos que la habían perseguido y que siguieran viviendo en la alameda del río.

Sabía lo inteligentes que eran y eso le hacía pensar en por qué la habían seguido aquel día. ¿Querrían decirle algo? Había leído sobre sus habilidades, sobre cómo resolvían sus problemas y cómo hacían que otros animales “trabajasen” para ellos.

Nunca se atrevió a volver por aquel camino pero tampoco pudo dejar de observarlos. Los veía ejercitar sus acrobacias aéreas y, escondida, los oía crascitar, cambiar el tono de sus graznidos y emitir distintos y variados tipos de sonidos. ¿Hablaban entre ellos?, se preguntaba la muchacha, mientras los oía imitar a otros animales, gritar para alertar a otros, hacer ruidos específicos con las alas y con el pico y danzar en el aire como verdaderos acróbatas.

Eran todo un espectáculo y cada vez estaba más maravillada. Y cada vez recordaba aquel día. Y los odiaba y los amaba a la vez. Convenció a su padre de que le enseñara a disparar con la escopeta y esperaba a sus dieciocho años para poder ir a cazarlos. Mientras tanto, se conformaba con estudiarlos y con odiarlos por lo que le habían hecho. Nunca los perdonaría.

Al día siguiente de cumplir la mayoría de edad, se marchó a sacar el permiso de armas y la licencia de caza.

Dos días más tarde, casi cayendo la tarde y sin que su padre se enterara, colocó en su hombro una canana repleta de cartuchos, metió otros dos en la escopeta y, con ella bajo el brazo, cogió el camino del río. Ya no tenía miedo. Bueno, un poco sí, pensaba mientras sus pasos se iban haciendo más lentos y pesados.

Ya los oía a lo lejos. El sonido taladraba sus oídos. Cada vez eran más. Llegó a la parte del camino de la última vez. Se paró y preparó la escopeta. Los árboles estaban repletos de cuervos. Y era atronador su crascitar. Tenía miedo. Todas las historias llegaron otra vez y la suya sobre todo.

Fue entonces cuando los vio y casi da la vuelta y sale corriendo. Pero apretó la escopeta con sus manos y esperó. Dos cuervos salieron de la bandada y fueron a posarse cerca de ella, en las ramas muertas de un manzano al borde del camino. Y la miraban. Movían sus alas y algo se decían entre sí.

Estaba temblando. Y no dejaba de mirarlos también. Se echó el arma a la cara y los puso en el punto de mira. Estaba segura que eran ellos, los mismos de la otra vez. Nada se movía ni se oía en todo el valle. Los cuervos habían callado. Y esperaban.

Disparó dos veces. Los dos cartuchos de la escopeta. Y, rápidamente, volvió a cargar el arma. Al sonar los disparos, todos los cuervos salieron hacia el cielo y comenzaron a danzar en círculo por encima de los árboles. La muchacha los miraba y movía los cañones hacia ellos.

Los dos cuervos del manzano habían bajado a posarse a sus pies. Los disparos al aire ni siquiera los habían asustado.

Habían reconocido a “su” niña y ellos sabían que ella ya era su amiga.

 

Ángel Lorenzana Alonso