Pronto se dio cuenta de que se había equivocado de camino. O quizás no se había equivocado y había cogido ese camino sabiendo que allí estaba el huerto de las cerezas. Su madre le había dicho muchas veces que no se acercara siquiera, pero ese era otro motivo importante para que él quisiera ir por allí.

A medida que se iba acercando, iba aminorando la marcha y su cuerpo empezaba a tener escalofríos. De vez en cuando, miraba atrás pero las casas del pueblo ya no se veían. Allí, frente a él, a escasos metros ya, estaba el huerto de las cerezas.

Ni siquiera había tapias ni vallas que saltar. Dos filas de cerezos discurrían paralelos al camino mostrando sus rojos frutos e invitándote a cogerlos.

El muchacho se paró en seco. ¿Por qué nadie cogía esas cerezas? ¿Por qué, en el pueblo, nadie quería saber nada de ellas? ¿Cuál era el misterio para que sus padres, y los padres de todos sus amigos, no quisieran ni que ellos pasaran por ese camino? Un camino, por cierto, que no iba a ninguna parte. Todos los que salían del pueblo se sabía a dónde iban. Menos éste. Se iba haciendo más estrecho y se perdía entre los bosques.

Las cerezas le tentaban demasiado. Eran rojas y brillaban al sol. Nadie se veía por los alrededores. Él y sus amigos nunca habían visto a nadie que cuidara o que labrara aquel huerto. Pero siempre estaba bien cuidado. Ni una hierba que sobrara, el terreno bien arado y los cerezos… los cerezos eran una auténtica maravilla. Todos llenos de cerezas rebosando entre las hojas verdes, en “ganchos” o en verdaderos racimos con unos frutos redondeados y con formas parecidas a corazones. Dos largas filas de cerezos paralelos al camino. Y llenos, llenos a rebosar de cerezas rojas.

Miró otra vez. Nadie. Se acercó y cogió un puñado de cerezas del primer árbol. Algunas las metió en los bolsillos y otras las iba comiendo. Exquisitas.

Cuando acabó de llenar los bolsillos, se dio la vuelta para volver al pueblo. Aquello era un verdadero manjar.

Al volverse, lo vio. Un hombre tosco, con sombrero de paja y apoyado en el mango del azadón, con cara arrugada y mirada torva, estaba frente a él. No pudo ni moverse. ¿Están buenas las cerezas? Le espetó sin más aquel hombre que no dejaba de mirarle. Solo se atrevió a afirmar con la cabeza e intentó sacar las del bolso para devolver las que había escondido en ellos.

No, no, son para ti. Cómelas y coge todas las que quieras. Hay muchísimas y yo no puedo comerlas todas. – dijo el hombre aquel. – Y, si quieres te dejo un cesto para que puedas llevar más para tu casa.

El muchacho no dijo nada. Negaba con la cabeza sin apartar la vista de la azada y de los ojos negros de aquel hombre. Sacó las que tenía en el bolso y se las entregó. Incluso escupió las que tenía en la boca mientras corría despavorido hacia el pueblo.

No paró hasta llegar a su casa. Se abrazó a su madre y no sabía si contarle o no su pequeña aventura. No hizo falta. En el bolsillo izquierdo de su pantalón sobresalían tres rabos con tres cerezas tentadoras.

La madre los vio y le obligó a enterrarlas en el huerto de al lado. Bien hondo, le dijo. El muchacho seguía llorando y, entre una lágrima y otra, contó el robo de las cerezas y su encuentro con el “dueño”. Le hizo prometer que nunca más iría a ese huerto y a esas cerezas. Había en el pueblo suficientes cerezas para no tener que ir a por aquellas. “Nunca más”, le repitió la madre casi mil veces.

– “Pero, son las mejores. Y el señor aquel me dijo que podía coger todas las que quisiera” repetía el muchacho una y otra vez.

NO y NO. Ya lo entenderás cuando seas mayor. Y nada de hablar con ese señor. No quiero volver a repetirlo más. – acabó la madre la conversación.

Pasó tiempo y las cerezas se pudrieron en los árboles o fueron comidas por los pájaros. Nadie más vio o habló con el “dueño” aquel. Solamente el muchacho preguntaba una y otra vez por él a todas las personas que encontraba.

Un día, ya entrado el invierno, y ante tanta insistencia, el padre le contó una historia: Era de un hombre que mató a su padre para quedarse con un huerto con cerezos. Y lo enterró en ese mismo huerto. Desde entonces, las cerezas siempre son las mejores pero nadie quiere comerlas. Se dice que quien las come, queda maldito para siempre. Y esto, dijo el padre a su hijo, ocurrió hace mucho, mucho tiempo, en tiempos de mi bisabuelo.

– El hombre que tú crees que viste – continuó el padre – dicen que se aparece de vez en cuando para que la gente le perdone y coma de sus cerezas. Pero el crimen fue demasiado grande y la maldición seguirá para siempre. NUNCA comas de esas cerezas, le advirtió muy serio.

Era junio del año siguiente cuando el padre regresó un día del bosque encontró a su hijo a la puerta de la casa. Estaba comiendo de un cesto de cerezas.

Son las mejores. Me las trajo el señor. – dijo el muchacho.

 

Ángel Lorenzana Alonso