El pájaro aquel, vestido de mil colores, volaba buscando alimento por encima de los prados verdes y de las sebes entretejidas. Sus pequeños ya volaban a su aire, sin depender de sus padres. No obstante, su madre los seguía vigilando desde lejos.

Atenta más al vuelo de las crías que a su propio quehacer, el jilguero se posó en la rama verdecida que acababa en una rosa roja perfecta. Apenas plegó sus alas, saltó otra vez hacia arriba. Una de las espinas se había clavado en su pata. Emprendió otra vez el vuelo, echando maldiciones que se oían por todo el valle. Y, dando vueltas enrabietada, maldijo a la pobre rosa roja por tener esas espinas tan puntiagudas.

La rosa se encogió de hombros y le dijo que lo sentía pero que eran sus defensas naturales. Y que, en realidad, no eran espinas sino solo unos aguijones que salían en el tallo para protegerse un poco. Proteger, le dijo, al rosal, a sus hojas y sus flores, de los animales que trataban de devorarlas al sentirse atraídos por su fragancia y su sabor. Lo mismo que hacen los cardos y otras plantas. Además, esas “espinas” ayudan al rosal a trepar sobre otros arbustos.

A mí tampoco me gustan demasiado – continuó la rosa. – Alejan a mis posibles amigos. Nadie quiere acercarse a mí por temor a pincharse y me paso muy sola todo el día.

El jilguero, con su pata herida encogida, seguía lamentándose. Entendía lo que trataba de explicarle la rosa. Ella le habló de las abejas. De algunos pajarillos… pero se quedó pensando. Él se compadecía de la rosa pero no se le olvidaba el pinchazo y la herida que todavía le dolía.

Venía todos los días. Con mucho cuidado, se posaba en el tallo lo más cerca posible de la rosa para poder sentir su perfume y ver de cerca su precioso color. Le encantaba ese rojo fuerte, sobre todo cuando alguna gota de lluvia le hacía brillar. Había aprendido a posarse sin que las espinas le rozasen. Hablaban y se hicieron buenas amigas, mientras observaban a las crías haciendo cabriolas por los alrededores.

Un día, la rosa comentó con el jilguero la posibilidad de que él, con su pico, y con cuidado de no dañarse de nuevo, arrancara las espinas de su tallo. Así, todos podrían venir a estar con ella sin temor a dañarse. Y tendría muchos amigos, le dijo.

Los que de verdad te aman vendrán lo mismo, a pesar de los peligros. – le dijo el jilguero. Y le explicó que siempre sería mejor tener pocos y buenos amigos que muchos aduladores y falsos compañeros. Las defensas serían necesarias, además, para defenderse de los otros, de esos que solo venían a hacerle daño, tanto a ella como a su tallo y sus hojas.

Habrá – continuó el jilguero – alguien que querrá cortarte solo para ponerte de adorno, o para ofrecerte a su dama. Recuerda el cuento de “El ruiseñor y la rosa”, de O. Wilde: los humanos sobreviven pero la rosa y el pajarillo mueren. ¿Quieres que sea ese nuestro destino?

No conozco ese cuento – dijo la rosa. – Cuéntamelo, por favor.

Y le contó el cuento y notó cómo lloraba. No lloraba por la pobre rosa roja, que había cumplido su misión. Tampoco lloró por el estudiante. Lloraba por el pobre ruiseñor e hizo prometer al jilguero que él nunca haría semejante cosa.

Nunca puedes decir que no harás una cosa – dijo el jilguero. Las circunstancias de cada momento son las que harán que tomes una decisión u otra. Nadie es libre para elegir su destino o para hacer una cosa u otra. La vida te va llevando hasta cada momento y, dependiendo de lo que hayas hecho y vivido, en ese momento decidirás lo que creas más conveniente.

Yo soy todavía menos libre que tú, contestó la rosa. No puedo volar libre y sigo sujeta hasta que muera.

El jilguero se acercó un poco más a la rosa y cogiendo el débil tallo con su pico, la movió suavemente haciendo que el aire moviera sus pétalos.

Siento la forma de tu “libertad”, dijo la rosa, pero me siento más segura cuando mi tallo me sostiene. Y cuando vuelas, tampoco tienes espinas que te protejan ni raíces que impidan que el viento te lleve.

El jilguero y la rosa se quedaron en silencio, mirándose y admirándose la una y la otra. Cada una comprendió sus ventajas y sus desventajas y pensaron que su situación concreta era mucho mejor que la de los demás.

Al menos, así lo pensaron y así se lo creyeron. Fueron amigas mucho tiempo hasta que los pétalos de la rosa empezaron a temblar demasiado y estaban a punto de desprenderse. Ambos entendieron que aquello estaba acabando. El jilguero iba cada vez menos porque no quería ver morir a su amiga.

Un día, ya al atardecer de principios de otoño, el jilguero quiso contarle la leyenda que hablaba de cómo aparecieron las rosas rojas por primera vez, cuando Afrodita se pinchó el pie con una espina, derramando su sangre sobre una rosa blanca.

Se quedaron en silencio mientras el viento derramaba algunos de los pétalos por el valle.

El jilguero lo intentó pero no pudo retenerlos.

 

Ángel Lorenzana Alonso