Iban las dos de la mano. Ella, flaca y vieja, vestida de oscuro gris y pañuelo en la cabeza. La niña, menuda y de pelo claro, iba agarrada a su mano, como si tuviera miedo a perderse en aquel largo y recto pasillo con ventanas a la izquierda y puertas, todas iguales y todas blancas, a su derecha. La niña no quería mirarlas.

La vieja llevaba cuatro llaves colgadas de un cordón que bordeaba se ancha cintura. Eran llaves que parecían antiguas. Huecas y de hierro forjado. El anillo de sus cabezas era grande y ovalado, la caña alargada y el diente, el paletón, torcido y enrevesado.  El paletón tenía un código de acanaladuras a los costados y otro código de dientes en el extremo. Eso las hacía únicas y válidas solo para puertas muy especiales, de esas que suelen tener grandes pasadores por detrás.

La niña llevaba otras cuatro llaves, mucho más pequeñas pero iguales a las que llevaba la vieja en sus formas. Iba ufana con sus llaves colgadas de una arandela de cobre y sujetas a su cuello por un cordón rojo y azul.

Iban por el pasillo largo y con puertas blancas. La anciana miraba al frente, pero sin dejar de vigilar, con el rabillo del ojo, ni a la niña ni a las puertas. La niña miraba al frente y a los ventanales. Una vez había visto una sombra en una de las puertas. Y le dio demasiado miedo. Nunca más quiso mirar a las puertas. Pasaba por el pasillo en silencio y mirando para el otro lado.

Preguntó por la sombra aquella pero solo obtuvo el silencio y una torva mirada por respuesta. Otra vez, tuvo la osadía de preguntar el porqué de las cuatro llaves y de lo que significaban. Tampoco tuvo respuesta salvo un “cuando seas un poco mayor” que la dejó más intrigada todavía.

Las llaves solo abrían las últimas cuatro puertas del pasillo largo. Las otras puertas siempre estaban cerradas y ni siquiera tenían una llave que pudiera abrirlas. Ni cerradura tenían, por no tener. La niña tampoco se atrevió nunca a preguntar por ello. Sobre todo después de ver lo de la sombra.

Siempre hacían el mismo camino, pasillo adelante. Cuando llegaban a las últimas cuatro puertas, se paraban en cada una de ellas. La niña metía la pequeña llave correspondiente y la giraba. Después, la vieja buscaba la cerradura más grande, la que solo aparecía después de que la niña sacara su llave, y hacía lo mismo. Por un momento, la puerta desaparecía, se oía un rumor de pasos al otro lado mientras ellas dejaban un pequeño cesto a la entrada. El cesto desaparecía y volvía a aparecer la puerta blanca con la pequeña cerradura.

Repetían exactamente lo mismo en cada una de las últimas cuatro puertas. El pasillo acababa allí y no tenía salida. Daban la vuelta y la vieja siempre decía “deber cumplido”. La niña la miraba pero no osaba decir ni una sola palabra.

El camino de vuelta era peor. No debían mirar a su izquierda, donde estaban las puertas blancas, pero no podían no oír los murmullos y algún que otro golpe. Como no debían mirar, rara vez miraban, pero los rabillos de sus ojos se inclinaban hacia allí. Fue en una de esas caminatas de vuelta cuando la niña vio la sombra. Era como si quisiera decirle algo y como si quisiera salir por la rendija superior de la puerta.

Ahora ya no las veía, porque bien se cuidaba ella de no mirar. Pero, lo que era peor para la niña, era que se imaginaba una sombra en cada puerta. Y había muchas puertas y el pasillo era muy largo. Agarraba con fuerza la mano de su compañera y las preguntas se quedaban en silencio antes de salir de su boca.

Estaban sentadas a la luz de la chimenea y mañana era día de recorrer el pasillo de las puertas blancas. Lo hacían cada tres días. Alguien les había dejado ya los cuatro cestillos preparados. Nadie hablaba aunque la niña se moría de ganas. Pero el adusto ademán de la mujer aquella, cuyos años no podían adivinarse, frenaba su curiosidad de niña y su querer saber de joven.

– Mañana volveremos – dijo la niña para romper el hielo pues bien sabía ella la respuesta. Llevaban así más de cinco años ya, desde que la vieja se la llevó de su casa “porque la necesitaba”. Fue cuando, sin decir palabra, le colgó las cuatro llaves en su cuello.

La otra la miró pero no dijo nada. Ni siquiera sus ojos hablaron esta vez. Se limitó a mirar las llamas de la chimenea.

– Es mejor que sepas lo menos posible. – dijo al fin. Todas están ya condenadas y nada podemos hacer por ellas. Las cuatro últimas son las que aún tienen una pequeñísima posibilidad de salvarse de convertirse en sombras.

Hizo una pausa larga y continuó, esta vez mirando fijamente a los ojos asustados de la niña. Unos ojos que estaban conteniendo las lágrimas.

– Tú has sido elegida por los sabios ancianos para acompañarme y para ser mi sucesora como “guardiana de las llaves”. Cuando yo me vaya, ocuparás mi lugar y se elegirá a otra niña para que te acompañe. Como has visto – continuó la anciana – la tarea es muy sencilla. No quieras entender lo que no se puede entender. Las sombras son sagradas pero no se puede hablar con ellas. Cumplen su función aunque no podamos entenderlas. Mejor, no preguntes ni trates de entender. Vive tu destino.

Bastantes años después, la vieja desapareció. Era ya demasiado mayor y, simplemente, esa mañana ya no apareció. La niña ya era mayor. Otra niña pasó a ser su acompañante por el largo pasillo. Le entregaron el cinturón con cinco llaves y a la niña otras cinco llaves más pequeñas. Por un momento, se extrañó que fueran cinco llaves, y no cuatro como siempre.

Cuando recorrieron el largo pasillo, ahora con las cinco llaves cada una, una nueva puerta había aparecido, allá al final del todo.

Comprendió, entonces, cuál iba a ser su destino.

 

Ángel Lorenzana Alonso