
El feminismo –no el ilustrado del siglo XVIII, sino este otro, más reciente, el posmoderno o poshumanista– se asocia con muchos ismos, pero sobre todo se vincula con el multiculturalismo. El multiculturalismo tiene, sin duda, aspectos positivos, pero también cuenta con algunos excesos. Desde luego, ha sido muy conveniente recuperar períodos de la cultura universal hasta ahora ignorados y reconocer el valor de las aportaciones de otras culturas al acervo común de la humanidad. Nadie, creo, podría objetar nada a esto. Pero eso es una cosa, y otra, muy distinta, es rechazar la cultura occidental: lo que ha supuesto de bueno para nosotros, y para el resto de los humanos de las otras culturas, el legado grecorromano, el cristianismo, el humanismo renacentista, la revolución científica del siglo XVII, la Ilustración del Siglo de las Luces y, por último, el desarrollo científico-tecnológico del siglo pasado. Este rechazo, además, por si no fuera ya en sí mismo suficientemente negativo, casi suicida, ha conducido, a menudo, a culpabilizar a Occidente de los males de este mundo: las guerras, el hambre, la injusticia, la marginación, todo cuanto nos daña. Y tal es así que muchos occidentales llegan a sentirse culpables de ser como son y de vivir como están viviendo, encontrando la redención para todos menos para ellos mismos, a pesar de no haber perjudicado, quizá, nunca a nadie de otras culturas; al contrario, han sido comprensivos y respetuosos. Humanos de verdad.
Si bien, resulta extraño que este nuevo feminismo no repare en prácticas plenamente vigentes en otras culturas, como, por ejemplo, en la cultura musulmana, que atentan contra los derechos fundamentales de las mujeres. Me refiero a los matrimonios a la fuerza, la sumisión total de las chicas al padre, el hermano o el marido, la poligamia, el repudio y, acaso la más bárbara de todas, la ablación del clítoris. Puesto que no lo hace, tampoco las critica ni las denuncia. Como si no existiera nada de esto. Pero, en cambio, se apresura a denunciar enérgicamente como una agresión a la visibilidad de la mujer y como un instrumento de domino de esta por parte del hombre el uso del masculino genérico en muchas de las lenguas occidentales. Cuesta, la verdad, entender esta actitud. Sobre todo, también, cuando se descubre que el lenguaje no representa nada en contra de la mujer: no limita su libertad ni conculca sus derechos. De hecho, existen lenguas, fuera de Occidente, como el guajiro en Venezuela, el afaro en Etiopía y el koyra en Mali, en las que el género gramatical inclusivo no es el masculino sino el femenino y, en cambio, lo que son las cosas, la sociedad no es matriarcal, es patriarcal, donde la mujer padece, aún más que en nuestra cultura, la invisibilidad, la discriminación y la opresión.
José Manuel Carrizo