
Salió de casa enfadado con su madre. No había forma de convencerla de que él ya era bastante mayor y que no necesitaba compañía para atravesar el bosque e ir en busca de su padre. La próxima semana cumpliría doce años.
Cogió su ropa de abrigo y un hatillo con algunos trozos de pan y cecina además de algunas cosas necesarias para el viaje. Sin dejarse ver por su madre y por su hermana pequeña, corrió por la calle abajo y enfiló por el camino del bosque. Poco hacía que había salido el sol y, aunque estaba un poco fresco, tendría tiempo suficiente para atravesar el bosque antes de caer la noche. Dormiría con su padre y volvería con él al día siguiente. Su madre sabría dónde había ido porque vería las cosas que había llevado.
El camino que cruzaba el bosque estaba lleno de curvas y vericuetos. Pero apenas tenía secretos para él. Presumía de conocerlo bien y por eso se metía por sitios distintos cada vez, tomaba atajos y senderos pero, una y otra vez, volvía al camino principal.
Paró a comer un poco en un lugar que apenas conocía, al lado de un pequeño arroyo. Observó a los pájaros en los árboles y, sin querer, se quedó dormido. Cuando despertó, el sol se estaba poniendo y empezaba a nevar. Se asustó. Y encima, no sabía muy bien en dónde estaba.
Recogió rápido sus cosas y corrió en busca del camino principal. Tropezó y cayó varias veces antes de acabar de comprender que se había perdido. El pánico se fue apoderando de él mientras la nieve seguía cayendo, ahora con más intensidad, y la noche se hacía dueña del bosque.
Oyó un ruido detrás de él. Al volverse, con la poca luz que aún quedaba vio tres lobeznos que seguían sus huellas. Detrás de ellos, una loba negra los vigilaba mientras ellos jugaban a seguir un rastro dibujado en la nieve. Era su propio rastro. Echó a correr pero pronto entendió que no podía despistarlos. Cuando quiso darse cuenta, los tres pequeños lobos le habían rodeado y le miraban moviendo su cola y volviéndose de vez en cuando a su madre. Dos eran medio blancos y el otro era negro como la loba. Habían aprendido de prisa a hacerse con la incauta presa que el crío representaba.
El muchacho no sabía qué hacer. Miró a todos lados y no vio ninguna escapatoria. La nieve, la noche y los lobos le tenían rodeado. Ni siquiera sabría en qué dirección caminar.
Uno de los lobos empezó a caminar hacia él. Muy despacio. Demasiado despacio, pensó el chico. Se detuvo a unos dos pasos y sus patas revolvieron en la nieve. Echó a correr hacia atrás mientras otro de los lobos se acercaba. Miró a su madre, que le estaba observando con atención, se acercó al muchacho que titiritaba de frío y de miedo, chocó contra él y lo derribó al suelo.
La loba se acercó y lo empujó con el hocico hasta que logró que se levantara. Los cuatro le rodearon y le daban pequeños empujones para que caminara. El muchacho no sabía qué hacer pero decidió que había que seguirles la corriente. Debían estar jugando con él.
Esa noche durmieron en una cueva. Lo de dormir era por decir algo pues los lobeznos se apretujaban contra él y no le dejaban moverse. La loba vigilaba a los cuatro. Ya casi de madrugada, se quedó dormido.
Unos diez años después, dos mujeres atravesaban el bosque. Eran madre e hija e iban con el miedo metido en el cuerpo por la intensa nevada de los días anteriores. El camino casi no se apreciaba y la nieve les llegaba a las rodillas.
Oyeron el ruido pero ya era demasiado tarde. En una curva donde el camino se tallaba en la roca, un alud repentino las pilló desprevenidas y más atentas a los cercanos aullidos que a los ruidos de la nieve que se desprendía. Quedaron casi enterradas. En lo alto del talud, tres lobos, dos medio blancos y el otro negro como la noche, no cesaban con sus aullidos. Agudos y penetrantes aullidos que atravesaron el bosque.
Bajaron por la ladera, clavando sus fuertes patas en la nieve. Y empezaron a excavar hasta que las dos cabezas quedaron al descubierto. Un joven desnudo había oído los aullidos y había acudido a ayudarles. Quitaron la nieve y ayudaron a las mujeres a salir del alud. A pesar de pequeñas magulladuras, parecía que ambas estaban bien. Lograron que llegaran otra vez al camino, al otro lado de la nieve caída.
Estaban asustadas y temblando por el frío y por la presencia de los tres lobos. Y aún más por la presencia de aquel joven que parecía entenderse con los lobos.
La madre se quedó mirándole. Él también la miró de frente y por la cara de ambos bajaron sendas lágrimas. Soltó un ronco sonido, como si quisiera decir algo pero solo salió un largo aullido. En compañía de los tres lobos, se perdió en el bosque.
Las dos mujeres siguieron el camino. La más joven cogió a su madre del brazo y mirando sus lágrimas le dijo:
– Era él, ¿verdad, madre?
Ángel Lorenzana Alonso