Escuché un ruido mientras estaba en el salón aquella noche. No le di importancia porque la casa no era muy nueva y cualquier cosa producía ruidos. Un ratón que se mueve de sitio, una viga que cruje, una ventana que no ajusta, un poco de aire de más… Cualquier cosa. Seguí leyendo un rato, apagué las luces y me fui a la cama.

A la mañana siguiente, al pasar por la biblioteca, descubrí el origen del ruido de la noche anterior: un libro se había caído de la estantería. Era un poco extraño pero cosas peores ocurrían en esta casa. Lo cogí para colocarlo en su sitio y, sin querer, me fijé en la portada: Se titulaba “Sombras en el jardín” y el autor era, ni más ni menos, que mi tatarabuelo. No tenía ni la más remota idea de su existencia, ni de que mi antepasado hubiera escrito ningún libro. Lo llevé al salón para cuando acabara el que estaba leyendo.

Dos días después, empecé a leerlo. Era una edición poco trabajada y con papel de no muy buena calidad. Pero estaba escrito por alguien de la familia y eso merecía todos mis respetos. Acabé pronto de leer las ciento cincuenta páginas del libro. Hablaba de unas sombras que, algunos días, andaban por el jardín de la casa. De cómo jugaban y paseaban, como si estuvieran bastante acostumbradas a andar por allí. Confesaba, al final del libro, que nunca llegó a descubrir quienes eran ni por qué estaban en el jardín, aunque había investigado distintas hipótesis: fantasmas de los ancestros, gentes de otra dimensión…

Acabé intrigado por la historia. Pero pocos días después ya casi lo había olvidado. Fue más tarde, un día comentando lo del libro durante la comida, cuando mi hijo pequeño dijo que él sí las había visto, un día que se despertó en medio de la noche y se asomó a la ventana. Pero pensó que estaba soñando y lo olvidó. Me intrigué un poco más y me dispuse a establecer una cierta vigilancia.

Cada noche, puse el despertador a las tres de la mañana, me levanté y vigilé el jardín un momento. Nunca vi nada. Al cabo de un mes así, decidí que era hora de olvidarme de rocambolescas historias y dedicarme a dormir por la noche. Pero no lo logré del todo. Muchas noches me despertaba alarmado y salía corriendo al jardín para comprobar si estaban allí.

Un día, casi caigo de bruces al intentar parar en seco cuando estaba saliendo. Allí estaban, jugando debajo del sauce, en la esquina del jardín. No me atreví a moverme. Desde la puerta entreabierta, vi cómo jugaban, cómo corrían entre los árboles y cómo hablaban y reían. Aunque no fui capaz de oír lo que decían. Después de un buen rato, desaparecieron.

Volví a mi rutina de poner el despertador. A distintas horas, por si las sombras tenían una hora concreta para aparecer. Pero no era así. En todo el verano, solo otra vez coincidí con ellas. Me atreví a salir y comprendí que ellas no me veían. Iban enteramente a lo suyo y no se preocupaban de lo que sucediera a su alrededor. Pasaban a mi lado e incluso a través de mí y no hacían signo alguno de enterarse. En lo que sí me fijé es que, las dos veces en que las vi, la luna llena iluminaba el jardín.

Pero no siempre que había luna llena estaban las sombras en el jardín. Comprobé en el libro y tampoco mencionaba nada de eso. No sabía que pensar. Y tenía miedo a comentarlo por si me tomaban por un loco. No podía demostrarlo. Ellas aparecían cuando querían, sin un patrón predecible, al menos que se supiera.

Releí varias veces el libro buscando pistas por dónde seguir investigando. Pero no me aclaró nada. Varias veces más coincidí con ellas. Me limitaba a observarlas, a caminar entre ellas. Incluso quise darle una patada a un balón que tenían, aunque no lo logré. Era una pareja de adultos y un niño de unos tres o cuatro años. A veces otra niña aparecía pero no era lo habitual. Su campo de juegos era todo el jardín, alrededor de la casa. Hasta se bañaron un día en la piscina.

Intenté grabarlas pero no aparecía nada en las grabaciones. Busqué relaciones de todo tipo. Antepasados muertos que hubieran vivido en la casa, vecinos conocidos, familiares, accidentes, relaciones de las fechas en que aparecían, relaciones con la luna (eso sí, siempre en luna llena pero nada más), etc. Nada más. No encontré ningún indicio más.

Trataba de pasar de ellas pero no podía. Lo comenté con mi mujer que las vio conmigo alguna vez. No dijimos nada a los niños para no asustarlos. Era difícil vivir con sombras en el jardín. Hasta pensamos en mudarnos, pero no me apetecía demasiado abandonar la casa de mis antepasados, la casa de toda mi vida. Y la de mis hijos. Era vieja pero su piedra duraría todavía algunas generaciones más.

Pero algo teníamos que hacer. Mientras tanto, cuando coincidía con ellas, trataba de investigarlas y, a la vez, divertirme con las sombras. Siempre eran las mismas, la pareja que parecía bastante joven, un niño pequeño y, en ocasiones, una niña. Parecía un poco extraña la niña pero tampoco sabía por qué.

Hace unos días, estábamos mi mujer y yo sentados en el jardín cuando ellas aparecieron. Era una noche cálida de verano y, por supuesto, con una gran luna llena en el cielo. Estuvieron jugando con una pelota. La niña extraña estaba también con ellas. Se bañaron en la piscina y se secaron unos a otros. De repente, cogieron las toallas y se fueron, jugando y riendo, hasta la puerta de la casa.

Entraron y cerraron la puerta. Desde entonces, no hemos podido entrar en nuestra casa.

 

Ángel Lorenzana Alonso