Estoy seguro que oímos el grito. Recuerdo que estábamos los cuatro tomando algo en la terraza del hotel, mi amigo y su pareja, ella y yo. Se le ocurrió que tenía que ver de cerca el barranco aquel. Y se fue. La perdimos de vista. Y fue entonces cuando oímos el grito. Los tres lo oímos con claridad.

Eso lo recordé hace unos días y las imágenes han quedado grabadas en mi memoria. De lo poco que tengo muy claro. Y, como declaramos después a la policía, estábamos los tres juntos cuando oímos el grito. Ese recuerdo viene una y otra vez a mi memoria. Nuestros amigos también lo recuerdan con claridad.

Todo lo demás son como jirones de niebla que vienen a mi mente y que trato, a toda costa, de retener. Por eso los escribo, para no olvidarlos otra vez, para ver si algún día logro ponerlos en el orden adecuado.

Solo son cosas sueltas, momentos deslavazados y sin relacionarse en el tiempo. Ayer, por ejemplo, recordé nuestras conversaciones con la policía. Nos llevaron a la comisaría de la ciudad más cercana y, de uno en uno y en grupo, dimos nuestra versión de lo sucedido.

Estaba claro: habíamos ido a ver aquel barranco que el río dibujaba en la montaña. Nos hospedamos en el hotel y, casi al anochecer, ella fue hasta el precipicio. Oímos el grito y yo fui rápidamente hasta allí. Los equipos de rescate tardaron tres días en recuperar su cuerpo. Yo les ayudé. Ahora lo recordaba bien. Su cuerpo estaba destrozado y casi irreconocible por los golpes en la roca y por el arrastre del río. Apareció casi un kilómetro más abajo. Yo estaba con el equipo de rescate, lo recuerdo ahora muy bien.

Un trozo de recuerdo de aquel día no encajaba del todo. Era cuando yo la empujé al abismo. Después del grito, recuerdo que llegué hasta ella. Estaba asomada, con medio cuerpo sobre el barranco. La empujé y vi cómo su cuerpo bajaba por aquella sima. Oí su golpe contra las rocas y contra el río. Como es lógico, recuerdo que aquello no se lo conté a la policía cuando nos interrogaron. Estas imágenes me asaltan cada poco pero no logro quitarlas de mi cabeza.

Recuerdo bastante bien el entierro. Después de los trámites policiacos, nos dejaron llevar su cuerpo casi deshecho. Su familia vino también. Había muchas flores en el cementerio. Creo que yo me mantuve bien en mi sitio. Me dieron el pésame aunque llevábamos poco tiempo como pareja. Nadie me veía como culpable de nada. Todo había quedado muy claro en la investigación policial. Cuando oímos el grito, yo estaba con nuestros amigos. Todo muy claro.

No obstante, me atormentaba un poco ese recuerdo de cuando la empujé. Cuando llegué hasta ella, estaba riéndose. Y creo que fue su risa la que hizo que la empujara. Ella me tendía sus brazos para que la cogiera. Pero no lo hice. Su cara, risueña al principio, se volvió horrorizada cuando empezó a caer. Pero entonces no gritaba. Solo me miraba, recuerdo que me miraba.

Este recuerdo se me pierde entre otros y, aunque viene una y otra vez, no logro encajarlo bien en el tiempo aquel. Nadie habla nunca de ello, pero yo lo recuerdo muy nítidamente. Había gritado, supongo que se había asustado por algo, yo había llegado corriendo y ella me sonreía al borde del barranco. Me tendía los brazos pero, antes de que se aferrara a mí, la empujé. Cayó hacia atrás y fue rebotando de roca en roca hasta el río.

No recuerdo haber sentido nada especial cuando lo hice. Y estuve tranquilo también cuando la buscamos con el equipo de rescate. Y cuando apareció con el cuerpo deshecho. Estuve tranquilo, recuerdo también, durante el entierro. Me agobiaban, eso sí, tantas flores. “Era tan joven”, decían, “y tan bonita”.

Nos llevábamos bien los dos. Habíamos decidido vivir juntos, a pesar de que su familia no quería, y, para celebrarlo, planeamos aquel viaje al barranco con nuestros amigos. Era un lugar precioso e inolvidable, según decía la propaganda de la guía turística. Y era verdad, aunque yo sí lo había olvidado durante muchos años.

Hasta ahora. Hace unos meses empecé a recordar cosas sueltas, un poco de cada escena, un trozo de aquí y otro de allá. Quizás porque empezamos a hablar de aquel lugar con algunos amigos. Estaría bien, decían, hacer una escapada hasta aquel lugar y pasar la noche en el hotel que allí se conservaba. Aunque viejo, decían que era bastante cómodo y que tenía unas vistas espectaculares sobre el entorno. Y, sobre todo, sobre la sima abierta por el río.

Creo que fue por eso por lo que empecé a recordar lo que había sucedido aquella otra vez en aquel lugar. Recordé que fuimos con unos amigos, otros distintos de los de ahora, recordé el grito de ella y cómo la empujé. Vinieron otra vez las imágenes del rescate del cuerpo, de la policía y de su entierro.

Y, ahora, más de cincuenta años después, iba a volver al mismo sitio.

Es curioso, no obstante, que lo que aún no he logrado recordar de ninguna manera es por qué, después de todo lo pasado, acabé casándome con ella.

Ahora vamos a celebrar, allí, nuestras Bodas de Oro.

 

Ángel Lorenzana Alonso