Pasé muchas veces por aquel atajo en el camino desde el colegio a mi casa. A lo mejor es que, distraído como era, no me había fijado nunca. Iba siempre pensando en mis cosas, con la cabeza en las musarañas y la vista en las apabardas. Por eso nunca lo había visto.

Porque estar, casi seguro que ya estaba ahí. Lo decía el círculo de hierba cortada en el que se movía. Era preciosa su estampa. Un magnífico ejemplar de caballo negro, con las crines grises y una especie de estrella blanca en su frente. Y una larga cadena herrumbrosa que le mantenía estacado en el prado.

El caballo había ya casi acabado con la hierba dentro del círculo que él abarcaba. O quizás es que le apetecía más aquella otra hierba verde que no podía alcanzar. Por eso, se sujetaba sobre tres patas y tenía la otra, la derecha delantera, doblada en el aire. Era la que tenía atada a la cadena. El cuello estirado y su boca en la hierba que quedaba fuera del círculo.

Me parecía que el caballo sabía muy bien lo que hacía. Dio un paso atrás, posó la pata en el suelo y se me quedó mirando. Me había sentado en una piedra al lado del camino y estaba absorto mirándole. Nuestras miradas se encontraron y me saludó moviendo de arriba abajo su cabeza. Sus crines cayeron sobre sus ojos y taparon su estrella, pero un movimiento lateral las volvió a su sitio. Se quedó mirando. Y yo a él.

No me resistí a acercarme, muy despacio, para no asustarle, con las manos abiertas por delante para que él las viera y con la mirada fija en sus ojos. Miré primero la estaca de hierro que le sujetaba y la argolla que sujetaba la cadena. Una cadena que acababa en la parte inferior de su pata delantera derecha. No le hacía daño, estaba bastante holgada pero suficientemente apretada para que la pata no pudiera soltarse.

Llegué hasta él y le acaricié la frente, allí donde el pelo blanco dibujaba una cosa parecida a una estrella. Pasé mi mano por su cuello y movió sus crines como aceptando mi caricia. O eso pensé yo. Cuando me fui alejando, sin perderle la mirada, me fue siguiendo hasta el extremo de su círculo. El sol se estaba poniendo entre las nubes formando arreboles de colores.

Estuve un rato mirándole, hasta que se me hizo tarde y tuve que marcharme. Me despedí de él con la mano.

Todos los días estaba un rato con el caballo. Pensaba que por qué nadie venía a buscarle ni venía a cambiarle de su círculo. Siempre estaba en el mismo sitio y arrebañaba la poca hierba que le quedaba y la que podía conseguir estirando su pata y su cuello. Y allí estaba también por la noche, según comprobé varias veces que me escapé de casa para verlo.

El caballo me estaba esperando, se dejaba acariciar y acercaba su morro a mi cara. Parecía como si me besara. Estaba con él siempre que podía. Hasta que un buen día arranqué la estaca y la clavé en el borde del círculo para que el caballo tuviera un espacio nuevo y hierba más fresca para pacer. Seguía extrañándome de que nadie viniera a por el caballo. O por lo menos a cambiarle de sitio.

Y así pasaron los días. Y veía que se acercaba el invierno, que cada vez hacía más frío y que el caballo seguía en el prado, aunque yo lo movía de sitio cada poco.

Pregunté por los dueños pero nadie supo, o no quiso, contestarme. Mi madre me decía que me olvidara del caballo negro, que alguien lo recogería cuando llegara la nieve. Pero la nieve llegó y nadie apareció.

Volví a preguntar pero, otra vez, nadie contestó. Y por eso lo solté. Quité la cadena de su pata un día en que la nieve estaba cubriendo el prado. Y el caballo se movía para sacudírsela de encima. Durante un buen rato, mientras yo volvía a mi casa, el caballo me fue siguiendo, con la nieve cada vez más copiosa posándose sobre nuestras cabezas.

Ya llegábamos a las primeras casas cuando oí un fuerte relincho. Me di la vuelta asustado pero el caballo ya no estaba. Había desaparecido y, aunque estuve un buen rato buscándolo entre la nieve, no lo encontré. Llegué a casa, ya casi de noche. Triste, no pude dormir y, a la mañana siguiente, salí a buscarlo.

No lo encontré y nadie supo, o quiso, decirme nada. Mi madre volvió a decirme que lo olvidara. Pero no podía. Varios días después me acerqué hasta el prado. Allí estaba su cadena, tal como yo la había dejado, pero ni rastro del caballo. Volví y me senté delante de mi madre. Le pedí que me dijera algo sobre aquel caballo. Ella no quería hablar hasta que, después de un buen rato, viendo que yo no desistía, comenzó a hablar.

Me habló de una vecina, de hace ya más de treinta años, que tenía un caballo negro y que siempre lo estacaba en el prado del que yo le hablaba. La vecina aquella, joven y muy guapa, siempre iba montada en el caballo, siempre galopando por el pueblo y los alrededores y siempre vestida de negro, haciendo juego con el color de su caballo. Una joven extraña de la que nadie sabía cómo había llegado al pueblo. Casi no hablaba con nadie.

Un día, siguió contando mi madre, el caballo se desbocó y la joven no era capaz de sujetarlo. Al doblar la esquina de la iglesia, la joven salió despedida, chocó contra la pared y murió.

Después de una larga pausa, mi madre concluyó la historia. La enterraron en el pueblo pero nadie acudió al entierro. Algunos vecinos decían haber visto al caballo negro. Yo, acabó diciendo mi madre, es cierto que sí oí sus relinchos aquella noche.

Nadie quiso hacerse cargo del caballo y el pueblo hizo como que no existía cuando, a veces, aparecía estacado en el prado.

 

Ángel Lorenzana Alonso