Evil dragon on castle isolate

El rey acabó de hablar y se acomodó en el sillón, con un semblante preocupado y pensativo. Le había costado mucho venir hasta aquí, hasta el reino de los dragones, a parlamentar con su adalid. Pero aquí estaba y la petición ya estaba hecha.

Recordó los viejos pactos entre ambos pueblos, pactos que seguían vigentes hoy día y que habían contribuido a la prosperidad de ambos reinos. Más de quinientos años hacía que los antepasados los habían firmado. Los hombres reinarían en el llano y cultivarían la buena tierra. Los dragones vivirían en las montañas y se encargarían de la defensa de ambos reinos. Recibirían, a cambio, el uno por ciento de las cosechas pero no cazarían allí. No habría luchas entre uno y otro reino.

La buena vecindad y los favores mutuos hicieron que el rey se permitiera, aunque no acababa de convencerle mucho, pedirle al jefe de los dragones este favor. Su hija, una princesa bella y caprichosa, iba a cumplir diez años y quería tener un dragón para su cumpleaños. Quería volar en su lomo y recorrer los cielos y las tierras de “su reino”. Prometía tratarlo como a un compañero más y nunca como a su poni. El rey tenía sus dudas de ello aunque acabó accediendo a su petición.

Por eso estaba allí, hablando con los dragones y tratando de encontrar una solución favorable para todos. Como invitado de ellos, disfrutaba de los bellos paisajes mientras unos y otros pensaban.

Cinco días más tarde, el jefe de los dragones le dijo: “A pesar de las promesas de tu hija, y porque creo conocerla bien como ahijada mía que es, no me atrevo a pedir esto a ninguno de mis súbditos. Pero he estado hablando con mi propio hijo y no le importaría vivir una temporada en tu reino. Con una sola condición: “siempre será un ser completamente libre, vendrá a su reino cuando le apetezca y no estará sometido a los “tontos caprichos” de la princesa. Al tratarse de mi hijo, estaré seguro de que será respetado por los tuyos y que será capaz de volver si es que lo considera oportuno. Él es y será siempre mi príncipe heredero y como tal será tratado”.

El rey no daba crédito a lo que estaba oyendo. Podría funcionar el trato pero, antes, quería hablar con el príncipe y advertirle de con qué se iba a encontrar y de que no dudara en tener toda la confianza con él mismo para contar y pedirle ayuda si la necesitaba. Ser compañero de su hija no iba a ser tarea fácil para nadie pero le agradecía su bello gesto y él mismo le estaría protegiendo.

Todo fue bien. La princesa se divertía y el príncipe cumplía con su cometido sin mayores apuros. Aconsejaba a la princesa y era como un hermano mayor para ella. Ella se dejaba aconsejar y le temía y le respetaba. Ambos volaban y jugaban. Recorrieron el reino de ella y el de los dragones e incluso se aventuraron más allá de las fronteras.

La princesa fue creciendo. La compañía del dragón parecía haber domado un tanto su díscolo y antojadizo carácter. Y así fue hasta su decimoctavo cumpleaños. Entonces, quizá por su mayoría de edad o no se sabe bien el motivo, su carácter volvió a ser como antes de la llegada del dragón.

Todos estaban invitados a la fiesta de su cumpleaños. Y también el dragón. El castillo se vistió de gala y los mejores comediantes fueron invitados. Como todos los comediantes del mundo, les gustaba hacer bromas sobre las cosas que ocurrían, incluyendo el propio reino en el que estaban invitados. Lo hacían muy bien y el público los aplaudía.

En uno de sus “números”, y como hacía tiempo que no venían por allí y no sabían de los cambios de la princesita, trataron de una niña que hacía rabiar y humillaba, se reía más bien, a su montura.

La princesa miró a su padre y, después, al dragón. Se levantó enfurecida y su antiguo carácter volvió a aparecer. Ella sería la reina y nunca consentiría que hicieran burla de ella, de sus amigos o de sus súbditos. Y menos, dijo, por parte de unos míseros comediantes.

Y, en su incontenible furia, mandó al dragón que los abrasara con sus llamas. El dragón la miró y se negó. Trató de calmarla pero todo fue en vano. Cada vez más encolerizada, olvidó sus ocho últimos años y volvió a comportarse como cuando tenía menos de diez. Rompió cosas, insultó a su padre y se metió con el dragón al que llamó cobarde e inútil. Y al que acusó de estar aliado con la gente del populacho. Ella era una reina, le recordó, y nadie, nadie recalcó, podría burlarse de ella. Y, mucho menos, dijo mirando al dragón, nadie podía desobedecerla. Y le amenazó con terribles represalias, diciéndole que él y los suyos serían castigados por todo esto.

Marchó y abandonó a sus invitados. El rey y el dragón se miraron y levantaron los hombros. “Ya te lo dije”, dijo el rey. “Había tardado mucho”, dijo el dragón, apesadumbrado.

A la mañana siguiente, la princesa se levantó temprano y llamó a su dragón. Quería demostrar quién era en su reino. Pero el dragón no estaba. Nadie lo había visto desde la noche anterior.

Se enfadó aún más, discutió con su padre y mandó llamar a los capitanes de su ejército. Juntó las tropas y, al frente de ellas, marchó hacia el reino de los dragones.

Aún no habían llegado cuando recibió noticias que su castillo, ahora desprotegido, estaba siendo atacado… por los dragones. Lo habían rodeado y pedían la cabeza de la princesa.

El rey salió a negociar con ellos poniendo por delante todos los años de amistad y de mutuo entendimiento. Acordaron deponer las armas y que la princesa viviera otros ocho años en la gruta del rey de los dragones. Sin sirvientas ni privilegios. Se la trataría conforme a su rango y no sufriría ningún daño.

Solo cinco años duró su encierro. Su padre murió y tuvo que reinar. Se cuenta que fue una buena reina, que fue ayudada y protegida por los dragones y que su fiel amigo estuvo siempre a su lado.

Dicen que cuando ella se enojaba, el dragón la miraba. Solamente la miraba.

 

Ángel Lorenzana Alonso