
Por fin, pensaron, habían llegado a la “civilización”. Quince días o más, ya habían perdido la cuenta, llevaban perdidos en las montañas, pasando frío, soportando el estar cubiertos de nieve, sin poder casi secarse porque a veces no encontraban un sitio aceptable para poder encender un fuego, con la incertidumbre de no saber en qué dirección seguir andando, pues todos sus sistemas ya habían fallado. Y sin un mísero arroyo al que seguir y que les llevara a algún sitio.
Todo eso había pasado ya. Por fin, un pueblo en medio de la nieve. Un pueblo, pequeño pero con casas. Estaban parados delante de lo que parecía una posada, o albergue, o algo similar. Un letrero rojo anunciando bebidas estaba sobre la puerta principal.
Miraron hacia atrás, por donde habían llegado. Les llamó la atención lo inmaculado de la nieve. Solamente sus huellas se veían en toda la plaza. Quizás era pronto todavía y la gente aún no se había despertado. Al fin y al cabo, no hacia ni media hora que había salido el sol. Ellos salieron de su tienda nada más amanecer aprovechando que ese día el sol parecía que iba a dignarse aparecer.
El frío apretaba de firme y no apetecía ni quitarse los guantes. Bajaron sus grandes mochilas y suspiraron. Sacudieron las botas y quitaron el hielo adherido a sus cordones. Todo estaba congelado. Los carámbanos, o chupiteles, adornaban todos los tejados de la plaza y formaban cortinas de hielo delante de las ventanas cerradas. Habría que tener cuidado con que alguno no apuntara directamente a sus cabezas. Movieron su cuerpo y sacudieron sus manos para intentar ahuyentar el frío que se colaba entre sus ropas. Se miraron, satisfechos por estar allí, y llamaron a la puerta.
La aldaba, helada, casi se les queda en las manos. Nadie parecía oír los golpes. Golpearon varias veces y, al fin, decidieron esperar un poco. Volvieron a pensar que quizás la gente estaría todavía durmiendo. Nada se movía en el pueblo. Ni los pájaros habían decidido empezar a cantar.
Fue entonces cuando se fijaron en la parte baja de la puerta. Estaba literalmente unida al suelo por una gran capa de hielo. Pensaron que era difícil que aquello se hubiera formado en una sola noche.
Lo mismo pasaba con las ventanas y con los dos pequeños escalones que separaban la puerta de la calle. Los dos amigos se volvieron a mirar y empezaron a preocuparse.
Dejaron allí sus mochilas y, armados con sus piolets, decidieron darse una vuelta por el pueblo. Cada casa ofrecía los mismos síntomas de abandono. Sacudieron los carámbanos que encontraban, como para vengarse de aquel silencio que los envolvía. Todas las casas, e incluso una pequeña ermita, estaban vacías y, lo que era peor, cerradas y abandonadas.
Lograron, con mucho cuidado, subir hasta el campanario. Querían ver el pueblo desde arriba. Y vieron la nieve sin rastros, excepto sus propias huellas. Vieron la inmensidad de la nieve que les rodeaba. Vieron la blancura de las montañas y vieron los tejados y las chimeneas de las casas. Ni un hilo de humo salía de ellas. Ni un ser humano, ni un animal que anduviera por allí. Ni siquiera un pájaro, grande o pequeño, que revoloteara buscando comida.
“El pueblo está abandonado”, dijo uno de ellos, con cara de desolación. “Desde hace tiempo, además”.
Y ambos se dejaron caer y se sentaron en el campanario. Todo su gozo en un pozo, que decía el refrán. El silencio les pesaba más todavía. Nada se movía sobre la helada nieve que lo cubría todo. Todo.
Una vieja campana estaba cerca de sus cabezas. Pero no se atrevieron ni a tocarla, por si se derrumbaba encima de ellos. El miedo se iba apoderando de ellos mientras el sol seguía subiendo e iluminaba el desolado paisaje. La nieve reflejaba sus rayos y hería las pupilas de los montañeros perdidos.
Allí estuvieron hasta ya pasada la tarde. Todo seguía igual. Apartándose un poco y apartando a su amigo, uno de ellos tocó la campana. Fue peor. El tañido sonaba frío y desolado. Y apenas si resonaba en el pequeño valle. Hasta la campana sonaba a muerte.
Bajaron decididos a huir de aquellas casas de hielo. Pero su curiosidad también prendía en ellos. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaban hombres y animales? ¿De qué habían huido? La nieve y el frío no les parecía suficiente motivo. Ellos estaban acostumbrados.
Cogieron sus mochilas, echaron una última mirada a aquella plaza sin nombre y dirigieron sus pasos hacia una pequeña collada que se veía entre las montañas. Parecía un paso hacía otro sitio, fuera cual fuese ese otro sitio. Seguro que era diferente y mejor que éste en donde estaban. El miedo se había ido apoderando de ellos.
Cuando llegaron arriba, el sol estaba poniéndose tras las montañas. Al otro lado, allá abajo, por fin, un río se veía entre los árboles. Un río siempre conduce a algún sitio, pensaron. Buscaron un refugio entre las rocas para pasar la noche, dejaron sus mochilas y, desde la collada, echaron una última mirada a aquel pueblo entre la nieve. A aquel intrigante y misterioso pueblo vacío hasta de esperanza.
El sol se ocultó y el frío empezaba a arreciar. Con asombro, vieron que, por las chimeneas del pueblo empezaban a salir unos pájaros negros que se iban agrupando en la torre de la ermita. De cada casa surgían tres o cuatro. Parecían murciélagos pero eran demasiado grandes.
Se formó un grupo de unos treinta ejemplares que, a la vez, levantaron el vuelo y se dirigían hacia ellos. Pasaron a muy poca altura, casi rozando el suelo de la collada. Por eso, aunque escondidos en su refugio, pudieron observar sus largos colmillos.
Recogieron sus cosas y empezaron a bajar hacia el río. La noche no les importaba demasiado.
Ángel Lorenzana Alonso