– Caballero, caballero, no oigo los cascos de tu caballo. Caballero, caballero, no oigo tu voz que me llama bajo la luna creciente. No siento el galope de tu caballo negro y no oigo tintinear tus espuelas ni siento chocar tu espada sobre el lomo de tu caballo. Caballero, caballero, ven pronto, te lo ruego.
Así se oía clamar a aquella doncella en su habitación, en la torre más oscura de su castillo de sombras. Lloraba cada día y sus lágrimas llegaban al suelo y bañaban sus pies descalzos llenos de luz de luna.
Y el caballero no venía. No venía y su caballo no se oía. La luna cruzaba el cielo, casi cada día, e iba cambiando poco a poco su dulce semblante. Y el caballero no venía.
– Caballero, caballero. Ven pronto, caballero – gritaba la niña.
Y solo el viento le respondía. Pero ella no quería escuchar al viento. El viento no le dejaba sentir cuando el caballo venía. No quería que el viento soplara tan fuerte ni que trajera malas noticias con su agreste sonido. Y no podía escuchar el galope del caballo de su amante y amigo.
Allá en el bosque lejano, veía esconderse a la luna. Entre árbol y árbol, lanzaba rayos de esperanza. Quizás su caballero estaba allí, descansando en el bosque, en un claro entre las sombras de los árboles, viejos árboles que todo lo saben porque siguen viendo pasar el tiempo. El caballo negro estaría pastando tranquilo y esperando al caballero que estaría soñando con ella mientras descansaba. Él sabía de su espera y de su congoja de cada día que pasaba. Y se levantaría temprano, muy temprano al clarear el día, y vendría hasta ella. Claro que vendría. Sabía que ella le estaba esperando.
– Caballero, caballero – repetía entre sollozos la niña. Y el caballero no le respondía.
Está lejos todavía, se decía. Lejos, entre la nieve blanca de la montaña y entre los árboles del bosque. Había peligros en el bosque, pero no había doncellas que le retengan. Pensaba así y dudaba de sus propias palabras. ¿No había otras muchachas que le esperaran? Alguna vez le contaron de una casa donde las muchachas esperaban a los solitarios caballeros. Pero, su caballero no iría allí. Él sabía que ella le estaba esperando y no pararía a mirarlas siquiera.
Había mandado mensajeros en su busca, para que no se demorara. Los mensajeros no volvían y ella no sabía si habían hallado al caballero negro. No traían nuevas suyas, no traían noticias de su amado, de su amado caballero negro.
– Caballero, caballero – una vez más gemía la niña. Y el caballero no la oía.
Meses hace que se fue el caballero. Meses hace que no volvía. Lloraba la niña viendo marchar al galope a su caballo negro. Y a su caballero. Prometió que volvería, le prometió que pronto volvería.
Y ella esperaba en su torre, con las sombras de las águilas que volaban cada día, con los halcones que iban… y volvían, con la luna cambiando y renaciendo, y con el río que, allá más abajo, llevaba su agua clara y saltarina hacia un mar lejano. Y el agua no volvía.
Y su caballero tampoco volvía. Y la niña lloraba y esperaba. Esperaba y lloraba, recordando una sola noche y una sola amanecida. En su torre escondida, en su torre recogida, esperando y llorando, esperando a un caballero negro que no llegaba todavía. Prometió que vendría, que regresaría con ella… Pero no venía.
– Caballero, caballero – susurraba la niña en su soledad escondida.
Estuvo una noche, una sola noche… ¿Cuánto tiempo hacía? Una noche entera. Y quedó casi dormida en sus brazos, esperando que la noche no acabara, que no llegara el día. Era negra la noche. Y fría.
Llegó la madrugada. El frío y la lluvia se habían ido. El sol saludó a los amantes. La niña bien lo recordaba. En cada momento, en cada hora de cada día. Y él vistió su jubón negro, sus largas botas y su casco, mientras ella lo miraba.
– Volveré pronto – le dijo sin mirarla. Y se fue despacio, sin volver la vista, ensilló su caballo negro y desapareció en el horizonte. Ni una sola vez paró su montura ni volvió su rostro. Se perdió mientras las lágrimas de ella se derramaban y no le dejaban mirar al caballero que se iba.
– Caballero, caballero – decía la niña ahora, mirando por su ventana. La esperanza se perdía y las tardes pasaban de prisa, mientras ella gemía y gemía.
Un grito sonaba lejos, un caballero venía saliendo del bosque lejano, los cascos de su caballo resonaban en la llanura que le separaban de la torre. Ella lloraba y apenas lo veía. Bajó corriendo hasta la puerta y la mantuvo abierta. En medio de la tarde apareció un caballero. Era rojo como la sangre.
Paró su caballo y, poco a poco, sacó su yelmo. Su cabeza quedó descubierta y miró, sonriendo, a la niña.
No era él, pero se le parecía.
Ángel Lorenzana Alonso