Era un inmenso valle rodeado de montañas que querían llegar hasta el cielo. El cielo era azul, las montañas blancas y el valle de un verde resplandeciente. No obstante, cuando el cielo cambiaba de color y llegaban las nubes negras, todo el valle se echaba a temblar. Temblaba realmente. Las rocas blancas se resquebrajaban y algunas bajaban hasta el río. Todo el mundo tenía miedo. Hasta los dragones. Ellos eran los habitantes de esas montañas y su fuerza y su magia no servían contra la tempestad. Con sus alas dominaban los cielos y sus bocas escupían fuego para defenderse.

Ningún ser de los alrededores se atrevía a entrar en el valle. Bueno, solamente un muchacho de quince años que montado a caballo y guiado por su perro, un día se coló entre las peñas y llegó, sin querer, siguiendo el pequeño río. Venía de vez en cuando a pesar de la prohibición de sus padres. La primera vez, tuvo la suerte de encontrarse con un pequeño dragón al que ayudó a reanudar el vuelo. Y se hicieron amigos, el dragón, el caballo, el perro y él. Extraño cuarteto que recorría el valle extasiado ante las maravillas del entorno.

Los dragones del valle, habitantes desde siempre, cuidadores de tesoros según decían las antiguas leyendas, planeaban de montaña en montaña y vivían sin ser molestados. Casi nunca salían de su valle, salvo extrañas situaciones.

Ahora, desde hacía ya unos meses, gustaban de reunirse en un pequeño valle situado en lo más alto del macizo montañoso. Y sus caras no eran muy risueñas en las reuniones. Caras serias y mentes apesadumbradas. Un único asunto era objeto de las reuniones: los humanos planeaban construir una autopista que atravesara su valle.

Las discusiones eran fuertes. Sus patas arañaban la roca y el fuego de sus bocas casi atravesaba el valle. Cada uno exponía su opinión pero los demás apenas escuchaban y todos buscaban y esperaban el dar la suya propia. No estaban acostumbrados a este tipo de juegos y nadie quería ceder. No había ni orden ni concierto. Hasta llegaron a las peleas algunos de ellos. Tras algunas semanas así, el dragón más fuerte se enfadó y acalló las voces a base de imponer su fuerza por encima de las opiniones. Todo el mundo se calló y acató lo que él decía: habría que hablar con los humanos y hacerles comprender lo mala que era su decisión.

Y así pensaron y así se hizo. Nombraron embajadores que fueron y vinieron para negociar. Mucho hablaron y poco consiguieron. Las razones de unos y otros poco o nada interesaban a los contrarios y ninguno cedía en sus posturas. Los hombres no querían ir por otro sitio más costoso y más largo. Los dragones enseñaron antiguos acuerdos en los que se prometía respetar aquellas montañas como morada de dragones y se indicaba, bien claro, la no injerencia de los humanos. Unos acuerdos a los que se había llegado después de muchas guerras y muchas muertes en ambos bandos por la posesión de aquellos territorios. Los hombres, como siempre, querían romper esos pactos. Ya habían olvidado las consecuencias.

El muchacho, ensayando vuelos con su joven dragón, se enteró de lo que estaba pasando. Y decidió que era hora de intervenir.

Los hombres enviaron sus máquinas: Excavadoras, hormigoneras, camiones, tuneladoras, grandes grúas, retroexcavadoras, dragas, mototraillas, pavimentadoras, cisternas de agua, tractores, orugas, volquetes  y todo tipo de artilugios parecidos fueron conducidos y aparcados al pie de las montañas. Todo estaba preparado. Los operarios y sus capataces iban llegando a toda prisa y acampando junto a las máquinas.

Los altos jefes de los hombres estaban orgullosos de su poder. Y mucho más cuando observaron, aliviados, que los dragones se habían marchado. Pasaron por encima de las ciudades de los hombres y se fueron. Nada dijeron… porque nadie preguntó nada.

El pequeño dragón se había quedado en el valle. Con el muchacho, con el perro y con el caballo. Ya habían hablado con todos. Solo quedaba esperar.

Y por fin llegó el día en que las obras iban a comenzar.

Las máquinas rugieron y el humo de sus motores, acelerados para producir más horror, se elevó sobre el campo y trataba de llegar a las cimas blancas. Al frente de ellas, los señores ingenieros, vestidos con cascos blancos para que todos les vieran, montados en coches muy altos, descapotables y con barras de acero brillante, dieron la señal con las manos y se pusieron en marcha. Desde una pequeña loma, iniciaron la bajada hasta el valle que conducía a las montañas.

Toda la parafernalia rugiente frenó de golpe atropelladamente y tratando de no subirse encima del que iba delante. Los jefes fueron los primeros. Después fueron los conductores de las máquinas. En las últimas filas, los obreros de a pie se miraron y se sacaron los cascos para limpiarse el sudor. Nadie entendía por qué estaban parados.

Delante de todos, enfrente de las primeras unidades, un muchacho encima de un caballo, un perro y un pequeño dragón les cortaban el camino, plantados en medio del estrecho valle y con las altas montañas detrás de ellos.

Los señores ingenieros se rieron. Bajaron con autosuficiencia de sus grandes coches plateados y se adelantaron para hablar con el muchacho. El muchacho no reía. El caballo, el perro y el dragón tampoco reían. El cielo, hasta entonces despejado y azul, se volvió oscuro y casi negro. Todos miraron hacia arriba. Miles de dragones sobrevolaron las filas de máquinas y se fueron posando detrás del muchacho. Las montañas, detrás de ellos, casi no se veían.

Todo quedó en silencio. Se miraron unos a otros y cesaron las risas. Nadie sonreía siquiera. Los ingenieros hablaron en corro, echaron una última mirada y, volviéndose hacía sus ejércitos, dijeron:

  • “Nos volvemos”.

Y solamente el muchacho, mirando a los dragones, dejó escapar una leve sonrisa.

 

Ángel Lorenzana Alonso