Lo vi hablando con mi madre. Estaban sentados a la mesa de la cocina y hablaban acaloradamente. El hombre del sombrero negro no movía la cara y su boca apenas se abría cuando hablaba. Su semblante era serio, sin gesticulaciones y su voz era más seria que su cara. Mi madre, por el contrario, no cesaba de negar con la cabeza y con la mano. Su cara era muy triste y las lágrimas rodaban por sus mejillas.

Mucho rato estuvieron así. Ninguno se dio cuenta que yo los vigilaba por la pequeña ventana. Pero no pude oír nada de lo que decían. No me gustaba nada lo que veía. Algo sucedía que a mi madre no le gustaba tampoco. Ese hombre con el sombrero negro, que ni siquiera se lo había quitado, estaba haciéndola sufrir con sus palabras. Ya me lo contaría después pero yo seguí vigilando por si tenía que intervenir para protegerla.

Mi padre había muerto hacía más de un año pero yo, con mis diez años recién cumplidos, me bastaba y me sobraba. De ninguna manera permitiría que hiciesen daño a mi madre. Vivíamos solos en esta pequeña casa a las afueras del pueblo, casi metidos entre las rocas y el bosque. Pero nos arreglábamos para ir tirando. Dos cabras y cuatro gallinas nos ayudaban a conseguirlo. Y alguna pequeña ayuda de algunos vecinos que pagaban con creces los trabajos que mi madre o yo les hacíamos.

Me sorprendió la visita de aquel hombre con el sombrero negro pero no parecía muy peligroso. Intrigante y misterioso sí, pero no peligroso. Estaba yo con las cabras y no lo vi llegar. Llevaba un buen rato hablando pero ahora parece que ya se iba. Saludó moviendo levemente el sombrero y salió de la casa. No me vio. Se marchó despacio pero sin pararse, en dirección al pueblo. Allí debía haber dejado su caballo porque no se veía por los alrededores.

Corrí hacia mi madre que se secaba apresuradamente las lágrimas. Me abrazó y un “es por tu bien” se me quedó grabado en la memoria.

A los pocos días de aquello, el hombre del sombrero negro volvió. Venía en un carruaje tirado por dos caballos negros. Mi madre había metido en un atado las pocas cosas que yo tenía: un par de botas casi nuevas, la camisa que me ponía los domingos y un pantalón menos remendado que el que llevaba puesto. El día anterior me había estado explicando que tenía que ir con aquel señor para poder tener una buena educación y llegar a poder ganarme la vida.

Me despedí, llorando ambos, de mi madre. Eché un último vistazo a la casa, a las gallinas y a las cabras. Abracé a mi madre hasta que el hombre del sombrero negro me cogió del brazo y me condujo hasta el carruaje. No podía dejar de mirarla, con su negro pañuelo en la cabeza y su mano diciéndome adiós desde la puerta.

Más de siete días duró el viaje. Todo el cuerpo me dolía del traqueteo de los baches. Aquel hombre me miraba de vez en cuando y me decía que no me preocupara. Insistía, vistos mis lloros, en decirme que mi madre iba a estar muy bien y que yo iba a convertirme en un hombre muy importante. Y que pronto volveríamos para visitar mi casa.

Colocó su sombrero negro en un viejo perchero detrás de la puerta. Vivía en una casa muy grande, con unas enormes escaleras que subían hasta las habitaciones del primer piso. La planta baja estaba ocupada por una gran cocina, un despacho con muebles de madera, un salón con butacas de cuero y una enorme biblioteca que, a mi parecer, contenía todos los libros que pudieran existir en el mundo. Eso me alegró porque me encantaba leer pero, en mi casa, solamente había un viejo y desvencijado breviario, regalo de un tío sacerdote.

Las clases empezaron al día siguiente. Comprobó mi nivel de lectura y mis conocimientos sobre los números. Rebuscó en la biblioteca y colocó en mi mano un montón de libros que me mandó estudiar. Él observaba y dirigía mis lecturas. Preguntaba de vez en cuando y, durante las comidas sobre todo, charlábamos sobre libros, sobre lo estudiado y lo que había que estudiar. Explicaba las cosas con gran sencillez y con cierta dosis de humor por lo que nos reíamos mientras aprendíamos. Nos lo pasábamos bien y, solo muy de vez en cuando, me acordaba de mi vida anterior. Cuando preguntaba por mi madre, él me aseguraba que estaba muy bien y que no me preocupara.

Estudié literatura y matemáticas durante más de un año. Después, poco a poco, el hombre del sombrero negro empezó a enseñarme trucos con las cartas, con cuerdas y con diversos instrumentos. Cada día un poco más difíciles. Solo al cabo de cinco años empezamos con la magia.

Dijo que quería convertirme en el mejor mago del mundo. Decía “un mago de verdad, de los que dominaban la magia además de los trucos”.

El tiempo pasaba, el maestro insistía y presionaba cada vez más. Yo me enorgullecía de mis progresos y de sus alabanzas. La gran magia era lo mío. Él me había escogido y yo respondía. Dejamos atrás los trucos y pasamos a otras cosas. Cómo desaparecer, cómo burlar las leyes naturales, cómo curar o enfermar, cómo controlar la voluntad de los otros, cómo acallar la cólera o hacer que estalle, cómo doblegar pensamientos, cómo ver el futuro y cómo poder cambiarlo… cómo hacer y deshacer, dominar el mundo y hacer que éste camine por donde tú quieras.

Tengo treinta años y soy el dueño del mundo. Y tengo un sombrero negro.

Me acordé de mi madre. Hacía tiempo que no sabía nada de ella. Lo comenté con mi maestro y me dijo que fuera a verla. Siete días encima de mi negro caballo. Cuando llegué, la casa estaba vacía, la puerta entreabierta y ni rastro de gallinas ni cabras. Llamé pero nadie respondió.

Una joven, más o menos de mi edad, oyó mis llamadas y vino hasta allí. Era mi vecina de siempre pero tardé en reconocerla. Me cogió del brazo y me llevó ladera arriba. Debajo de un viejo roble, se paró y me señaló una tumba bastante reciente.

Un sombrero negro estaba dibujado en la lápida, junto a su nombre.

 

Ángel Lorenzana Alonso