Quiso parar al viento. Quiso romper los diques que separaban su vida de la suya. Buscó las grietas que forma el tiempo en los más duros bloques y que agranda el miedo porque le dejan echar raíces. La cálida mirada de los recuerdos nada puede contra el furor de los vientos de la duda. El viejo reloj no puede ya dar las horas porque nadie se ha acordado de darle la cuerda necesaria.

Volvió su mirada hacia el valle y el verde naciente se metió en sus cansados ojos. Los colores nuevos estaban empezando a asomarse un año más pero apenas los vio. Las montañas, al otro lado, se estaban despojando ya de sus blandos mantos blancos y dejaban que el viento, ese nuevo viento, trajera olores y reflejos de las aguas nacientes.

El viejo hacedor de caminos, rodador de sendas y mirador de estrellas, decidió volver a su mundo ahora que el mundo parecía haberle dado la espalda. Y su vieja montaña quería reírse pero no podía. Recordaba su adiós de hace años, su despedida en pos de una gloria que se antojaba eterna pero que estaba, como el horizonte, más lejana cuanto más pensaba que se estaba acercando.

Pero quiso parar al viento, cortar sus veloces alas e indicarle la dirección a seguir. Y el viento se revolvió y azotó su cara, sopló con más fuerza y salió huyendo de los falsos domadores. E hizo lo que quiso y se volvió para reírse, igual que la montaña, igual que el valle, igual que lo que es más fuerte que uno mismo.

No pudo parar al viento y quiso encerrarlo. Pero tampoco.

El tiempo siguió a su ritmo y es difícil poder seguirlo. Pero el viento se revuelve con turbios tirabuzones, buscando recónditos rincones que puedan devolver sus calladas voces. Nadie puede parar al viento. Y si él se para es solo para llenar vacíos o para reconducir sus fuerzas o para decirte que no sigas, que tus recuerdos ya no son tus recuerdos y que las aguas pasadas nunca vuelven por el mismo río.

Pero aquel viejo sabedor de leyendas, anciano no de años sino de saberes, decidió un día que quería parar al viento, que quería encerrarlo en jaulas de fuertes barrotes, que quería modelar sus idas y venidas por los senderos que él le decía. Y quiso que el viento borrara sus propias huellas e iniciara caminos nuevos.

Y el viento, libre desde siempre y sabedor también de las viejas leyendas, cambió su ruta de siempre para poder despistar al anciano y apareció por detrás y le conminó a seguir adelante, a no detenerse, a volver a mirar los viejos valles de forma diferente, a volver a recorrer las viejas montañas por nuevos caminos, a recoger nuevos desafíos, hurgar en nuevas heridas, mover nuevas piedras y dejarse cegar por nuevos amaneceres.

En vano quiso parar al viento. Siguió y siguió su camino por las cañadas en que anidaba el olvido, o el recuerdo mal recordado, o el suspiro que deja de ser suspiro y se convierte en un ronco quejido que quiere buscar un atardecer más tranquilo.

No te atrevas a querer parar al viento, le dijo una vez la pequeña brisa que recorre el arroyo. No intentes ponerle bridas que lo frenen ni quieras marcar sus rumbos. Súbete a su lomo y camina con él.

Vete a donde él te lleve. Gira cuando gire y aprovecha su fuerza. No quieras parar al viento.

 

Ángel Lorenzana Alonso