El muchacho pastor silbaba y sus perros le seguían. El rebaño de ovejas iba delante, confiadas de su dueño y de sus guardianes. Un collie de pura raza, blanco y negro, no cesaba de colocar a las ovejas que se descarriaban un poco, mientras los dos mastines hacían notar sus papadas y su voz por si los lobos los oían. Las montañas reían y se inclinaban a su paso.

Un débil y lastimero aullido puso en alerta al grupo de ovejas, perros y pastor. Apenas se oía, por lo que parecía venir de lejos, pero su nitidez lo hacía cercano, muy cercano. El muchacho escuchó y empuñó su cayado. El border collie agrupó y arrinconó al puñado de ovejas contra una roca. Los mastines levantaron sus cabezas y olfatearon el aire mirando en dirección a la procedencia del aullido.

Volvió a repetirse. Esta vez, un aullido muy débil y seco fue seguido por otro que ni siquiera llegaba a aullido. Era más un vago intento. El muchacho miró por todos los sitios. Los mastines, delante, emprendieron unos torpes pasos, olfateando y escrutando rocas, grietas y matorrales. Se detuvieron en seco y emitieron un pequeño gruñido. El pastor miraba atónito la escena. Una vieja loba blanca yacía herida de muerte con un agujero de bala en su cuello. Daba los últimos gemidos y ya no podía moverse. Miraba lastimera al muchacho y a los perros. Ellos vieron cómo moría.

No sabían qué hacer. Por un lado pensaban en aprovechar su preciosa y pulida piel blanca. Por otro lado, les apenaba la muerte de tan bello animal y no querían tocarla. Ya iban a marcharse cuando algo se movió entre las patas de la vieja loba. Algo que hasta ahora ella estaba protegiendo. Un pequeño lobezno, blanco como su madre, se atrevió a moverse buscando un calor que ya no existía. Los perros le miraron y el muchacho pastor lo recogió en sus manos. Era una hembra, otra preciosa loba blanca que se acurrucaba en brazos del pastor.

Los perros, recelosos y siguiendo tradiciones ancestrales, querían apartarla del pastor. Una loba era una loba, por muy pequeña que fuese. Pero también se acercaban a olerla y les daba un poco de pena y oían sus lamentos y miraban al pastor.

El muchacho cogió leche de sus ovejas y se la ofreció a la loba. La bebió ansiosa y pronto quedó dormida encima del zurrón. Los perros le fueron perdiendo el miedo y la empujaban suavemente con su hocico. Cuando despertó, ya habían asumido y aceptado su presencia y la invitaban a jugar con ellos.

Fue creciendo entre los mimos del pastor y de los perros. Una de las mastinas la había medio adoptado. Cuidaba de ella, la protegía y nunca la dejaba sola. Siempre iban a la vera del muchacho que la cogía cuando el áspero terreno no la dejaba caminar. El collie la quería llevar a correr las ovejas. El otro mastín la seguía mirando con cierto recelo y un poco de celos.

Bajó hasta el pueblo con ellos. Y con ellos estuvo bien. Pero solo con ellos. Huía del resto de la gente y la gente empezó a temer a aquella loba blanca que aullaba de noche y estaba callada durante el día.

Cuando la loba tenía ya ocho meses, el muchacho, los perros, las ovejas y la loba volvieron al monte. Las ovejas se dejaban guiar por el collie y por la loba. Los mastines trataban a la loba como si de un perro más se tratara. El muchacho se desvivía con ella.

Y la loba blanca, preciosa en su estampa, hacía sus escapadas a los riscos, lanzaba aullidos estremecedores y volvía con una muesca de tristeza en su cara. Cada vez escapaba durante más tiempo y cada vez volvía con más tristeza. Sus aullidos se oían por toda la sierra, los desfiladeros recogían su voz y la lanzaban hasta el cielo y las montañas se estremecían cuando la oían. En una ocasión estuvo más de quince días ausente.

El muchacho estaba triste y preocupado. No entendía el comportamiento de la loba. El border collie ya no la llevaba consigo junto a las ovejas y estas no dejaban que la loba se acercase. Los viejos mastines se mantenían alerta día y noche.

Toda aquella noche estuvieron sin dormir. La loba había marchado al atardecer y sus aullidos se iban acercando. Cuando el sol apareció entre las montañas, unos veinte lobos rodeaban el rebaño.

La loba blanca estaba al frente de ellos.

 

Ángel Lorenzana Alonso