Las marcas de su cuarto cinturón indicaban que habían transcurrido ya más de tres años, pero no se había parado a pensarlo demasiado. Estaba al final de un sendero que medía valles y montañas y que le había llevado hasta este pequeño pueblo en el que se proponía descansar por un tiempo.

Cuando salió de su casa, nunca pensó en llegar tan lejos. Pero al final de cada día, después del correspondiente agujero en su cinturón, se veía con fuerzas suficientes para continuar por lo menos un día más. Y así fue recorriendo caminos y poniendo agujeros y su ansia de caminar le había llevado hasta aquí. Tres años y 251 días más tarde.

De vez en cuando, sobre todo cuando la soledad roía su alma en algunas noches insomnes, los recuerdos de su mujer y de su hija volvían y se prometía regresar con ellas, soltaba lágrimas y con ellas dejaba atrás recuerdos e intenciones y, a la mañana siguiente, cargaba su mochila a la espalda y comenzaba un nuevo día su andadura. Los recuerdos de la noche anterior quedaban aparcados para la noche siguiente y la imagen de madre e hija se iban diluyendo entre las curvas de los senderos.

Tres años, casi cuatro ya, sin verlas. Ni siquiera tenía el vivo recuerdo de una despedida. Se había marchado en un amanecer de un tardío invierno cuando la escarcha aún cubría los charcos y el sol no había aparecido. Ellas no se despertaron cuando salió. Los primeros días fueron los más difíciles. Sus rostros estaban constantes en su memoria pero, poco a poco, se fueron desdibujando.

Caminar, solo caminar. Era lo único que calmaba esa desazón que le devoraba por dentro. Solamente cuando sus piernas ya no podían más, solamente cuando sus pies hinchados reclamaban descanso, su corazón parecía pararse y su cabeza dejaba de lanzar fuera esos pensamientos que le atormentaban. Como ahora, en este pequeño pueblo abandonado, con solo tres vecinos y cuatro vacas y un caballo. Las montañas lo protegían del viento y de los intrusos que quieran turbar su paz. Aquí podría descansar un poco, calmaría sus recuerdos y recuperaría sus fuerzas, físicas y de las otras, para poder seguir caminando. Hizo un pacto de silencio con los vecinos: hablar lo imprescindible, no meterse en el espacio de los demás y no turbar la paz de hombres y animales.

Cinco días llevaba allí y ya su cuerpo le pedía seguir su camino. Cargó víveres en su mochila, rellenó botellas de agua, dijo gracias y adiós con un leve saludo, y salió.

Otra vez los bosques, el miedo a los lobos y a las serpientes, las cuestas que no acaban y el silencio como único compañero. Otra vez el sendero que no conduce a ninguna parte, la duda en cada bifurcación, el resguardo de la tormenta, el canto a cada amanecer y los agujeros en el cinturón al final de cada día. Más de trescientos ya, casi cumplido el cuarto año.

Cuando amaneció aquel día, la nueva primavera le despertó y le invitó a recordar de nuevo. Los rostros de sus mujeres vinieron a acompañarle, le sonrieron desde muy lejos, desde tan lejos que las líneas de sus rostros apenas llegaban nítidas hasta él. Y sintió nostalgia y ganas de estar con ellas.

No supo bien por qué pero de pronto se encontró tratando de orientarse, tratando de distinguir al menos en qué dirección se encontraban ellas. Y, sin querer, sin darse cuenta, con alguna lágrima resbalando por su cara arrugada, dirigió sus pasos hacia allá, por lo menos para estar un poco más cerca.

Dos cinturones más se llenaron de agujeros. Sabía que cada vez estaba más cerca pero a veces dudaba de que estuviera caminando en la dirección correcta. La gente con la que tropezaba seguía hablando de forma muy rara y por ello sabía que aún estaba lejos. El sol calentaba más cada día y sus piernas pedían descanso cada vez más pronto. El ansia por llegar le hacía caminar más aprisa pero, debía haberse alejado demasiado.

Un buen día, cuando el viento del invierno le quemaba la cara, creyó escuchar canciones conocidas, las montañas ofrecían rostros que le recordaban a otras tardes, los senderos y los caminos se le hacían familiares y el humo de las chimeneas traía olor a hogar.

Llegó hasta la plaza y se sentó en la acera, justo enfrente de lo que había sido su casa. Dos mujeres salieron de ella. Se levantó despacio, sin dejar de mirarlas. No las conocía de nada. Ellas le miraron y tampoco parecieron reconocerle.

Nadie pronunció una sola palabra. Cruces de miradas, si. Palabras, no.

Ellas siguieron su camino. Él volvió sobre sus pasos, cargó su mochila a su espalda y salió, muy despacio, por el otro lado del pueblo. Se prometió que algún día volvería, aunque para qué.

El segundo círculo había comenzado. Su particular “eterno retorno” estaba, una vez más, en el principio.

 

Angel Lorenzana Alonso