Era un hombre tranquilo, es posible que demasiado tranquilo. Y sus costumbres y hábitos de vida se basaban en la tradición y la monotonía. Sus pensamientos, inalterables, seguían la idea de que las cosas estaban bastante bien y que no merecía la pena cambiarlas.

A las siete menos cuarto una suave alarma le indicaba que era hora de despertar. Sábanas atrás, aunque fuera invierno, media vuelta, la pierna izquierda fuera, después la derecha, estirón arriba de los brazos y puesta en pie. Ritual conocido y repetido desde que era adolescente, hacía ya casi veinte años. Ni un movimiento más ni uno de menos. Treinta y cinco (una por cada año de su vida) flexiones en la alfombra, treinta y cinco movimientos arriba, abajo y laterales de sus brazos y de sus piernas, treinta y cinco vueltas por pasillo y salón, con cuidado de no despertar a nadie, ducha de cinco minutos exactos, secado, calzoncillos, calcetines y camisa limpia, la corbata que toca según el orden establecido para la semana, traje gris oscuro, café solo templado sin galletas ni dulces, sombrero a juego con el traje, abrigo gris marengo, paraguas por si acaso y camino a la oficina.

Como todos los días a la misma hora, saluda al panadero, al del ultramarinos que levanta la trapa, al sacerdote que va camino de la iglesia, a la señora Engracia que sacude las alfombras y a su jefe, al doblar la esquina. Buenos días, cómo está usted, leve alza de sombrero, cómo ha pasado la noche, bien muchas gracias, se abre la puerta, encendido de luces, colgado de abrigos y… a trabajar. Descanso de diez minutos a las once y despedidas a las tres en punto. Comida de dos platos y postre, breve siesta y vuelta a la oficina. A las seis en punto, vuelta a casa.

Fue esa tarde de lunes, cuando volvía. En el kiosko de la esquina, donde su hijita compraba cromos de princesas y dragones. Un letrero llamó su atención: “cambie su vida por un euro”, decía y lo acompañaba una máscara de cartón, de esas que tienen un monstruo dibujado y unos agujeros para poder mirar. Y una goma de oreja a oreja para sujetarla por detrás de la cabeza.

No supo por qué. Pero entró y la compró. La metió en el bolso interior de su abrigo con cuidado de no doblarla y, ya en casa, la sacó y la miró. Pensó en dársela a su hija pues pronto se celebraban los carnavales. Pero no lo hizo.

Delante del espejo, se la probó un momento. Y se sintió bien… distinto… como si fuera otra persona. Incluso, él que nunca reía, sonrió por un momento. Pensó, en ese breve momento, en ponerse la máscara e ir al próximo carnaval. Algunos conocidos lo hacían. Pero no, eso era impensable. Él no era de ese tipo de gente. ¿Qué pensaría si alguien lo reconocía? ¿Dónde quedaría su reputación de hombre serio y respetable? Y su mujer ¿qué podía pensar? No, no y no. Era una idea absurda. Cogió la máscara, la miró un momento más y la guardó cuidadosamente en el armario. Allá en el fondo, donde nadie pudiera verla.

La semana se sucedió en plena zozobra. El deber y el ritual por un lado. La máscara y lo que significaba, por otro. En el trabajo, algún inusual despiste y error. En casa, cuando su mujer y su hija no le veían, sacaba la máscara y se la ponía. Cada día un poco más de tiempo. Su mujer casi le pilla un día a la hora de comer. Era una sensación única el hecho de tenerla puesta. Y mientras, con la máscara en su cara, soñaba y soñaba… Y era capitán de barco pirata recorriendo tenebrosos mares, o rescataba princesas de inmensos dragones de fuego, o se marchaba de su oficina después de discutir con su jefe, o le decía “hola” a la bella secretaria de al lado, o iba al trabajo por un camino diferente.

Y, aquel día, lo hizo. Recorrió media ciudad antes de llegar a la oficina. Y no le importó la turbia mirada de su jefe mientras se quitaba el abrigo. Al día siguiente, llamó a su mujer y le dijo que no iría a comer. Y le dijo buenos días a la secretaria y, una tarde, se detuvo, hasta bien entrada la noche, a observar los cisnes en el estanque del parque.

La máscara le acompañaba siempre, aunque no la llevara puesta.

Y fue al carnaval. Y cantó y bailó con toda la gente y se mezcló con ellos. Y casi lo descubre su hija con la que tropezó. Nunca había disfrutado tanto. Mucho más por esa sensación infantil de hacer las cosas a escondidas. Nadie lo hubiera sospechado en él.

Guardó la máscara en el armario y, al día siguiente, le sorprendió la vuelta a la rutina. Pero ya no era lo mismo, su cabeza daba vueltas al carnaval, al baile, a la risa, a la sonrisa de la secretaria…

Una semana más tarde, a la vuelta del trabajo, le sorprendió escuchar risas en su casa. Su mujer estaba cantando y riendo mientras hacía la maleta.

Tenía puesta la máscara.                                                   

 

Ángel Lorenzana Alonso