¿Se habrá enterado él? Todos los indicios me llevan a pensar que sí. Antes era más alocado, no medía tanto el peligro, pasaba por sitios inimaginables, saltaba, corría, daba volteretas… Pero, desde el último incidente, se toma las cosas con más calma, sopesa cada paso y cada decisión y, cuando sospecha el más mínimo atisbo de peligro, da vuelta y busca otra opción. Ante una pizca de brisa, olfatea el aire y no salta. Si el pájaro le parece un poco grande, lo deja y busca presas más pequeñas. Mi gato se ha vuelto un gato cobarde.

Al principio pensé que eran los años los que le pesaban y los que hacían que sus movimientos y sus reflejos se hicieran mucho más lentos. Después, pensé en que era posible que alguna herida interna o que algún mal movimiento le estaba impidiendo su antigua agilidad. Y ello me llevó a recordar su última “aventura”: una alocada carrera por los tejados en pos de una gata juguetona que acabó con una caída de más de quince metros y un golpe parado a medias por la ropa tendida en el patio interior de la casa.

Cuando pasó aquello, mi gato empezó a acurrucarse en mi regazo, buscaba los mimos y las caricias de mi mano y me miraba con ojos medio cerrados y lastimeros.

Y fue por entonces cuando empecé a pensar y a contar y calcular las veces en que su vida había estado en grave peligro: cuando el cable suelto hizo erizar su pelo, cuando el perro del vecino logró acorralarlo en el granero y salió volteado y con serias heridas en todo el cuerpo, o cuando quiso saltar al balcón de al lado y sus garras no pudieron sujetarlo. Fueron las tres primeras vidas gastadas. La cuarta se acabó el día en que el coche rojo lo llevó por delante. Quince días estuvo en coma. Y después, apenas dos semanas más tarde, una serpiente que nadie sabe de dónde salió, clavó sus ponzoñosos dientes en su garganta. Casi un mes tardó en recuperarse. Y ahora, recientemente, sus correrías tras la gata que acabaron como acabaron. Seis vidas ya gastadas.

Él es consciente de ello, por lo que parece, sabe que está ya en su séptima y última vida. Ahora es cuando parece darse cuenta que no puedes gastar las vidas a lo tonto, por muchas que tengas.

La semana pasada llegó corriendo a la cocina, atraído sin duda por el olor de un rape que había comprado. Había acabado de fregarla, percibió el brillo del suelo y frenó en seco. Cuidado, cuidado. Excesivo cuidado ahora. Haberlo pensado antes de encapricharte con la gata del vecino. Y es que ya no estás para esas cosas. Ya sé que la gatita es muy mona y que el vecino la trae siempre vestida de forma provocativa, pero tú no puedes saltar por los tejados en su busca. Ya ves las consecuencias: ella sigue a lo suyo, provocándote con sus maullidos y tú, tú ya ves, a tener cuidado.

No creo que me entendiera del todo. Me miró, eso sí, como si comprendiera, se acurrucó en mi regazo y tocó mi mano con su pata. Quería caricias y mimos. De repente, un ruido llegó desde el patio. Saltó como si le pincharan, en un brinco digno de los mejores atletas, y salió corriendo a buscar al pajarillo que andaba enredando entre la ropa tendida. Cayó sobre él y pájaro, gato y ropa rodaron por el patio encharcado. Volvió con alguna pluma en la boca pero el pájaro se había escapado. Como siempre le pasaba últimamente. Parecía haber recobrado su agilidad pero ya no. Tenía demasiado miedo. O precaución. O vete a saber qué.

Ahora bien. Cuando se trataba de robarme el pescado en su trayecto desde la mesa a la sartén, no había problema ninguno. Su agilidad estaba intacta. Y su carrera, con el pescado en la boca, hasta el tejado donde le esperaba su gatita, tampoco la había perdido. Ahí los tienes a los dos comiendo mi pescado.

Un ruido sordo me asustó. Miré por la ventana. No lo vi. Solamente estaba la gatita. Allá al fondo, el vecino con su escopeta sonreía.

Mi gato no volvió a salir de mi casa.

 

Ángel Lorenzana Alonso