Cuatro señoras vivían, unas al lado de las otras, en una calle de las afueras de aquella pequeña ciudad. Sus casas, imponentes cuando se construyeron, denotaban ahora la ruina moral y económica de sus dueñas. Pero ellas, ajenas a la realidad que las rodeaba y a los avisos de impagos de los bancos, seguían simulando su pasada grandeza y se consolaban mutuamente mirando las ruinas de la casa de al lado.

Cada día lo tenían asignado a un quehacer distinto. Ya hace muchos años decidieron el reparto de los días. Los lunes se reunirían a tomar el té en casa de Maturina, la primera casa según se venía del centro de la ciudad. Los martes la reunión sería en casa de Remedios. Los miércoles en casa de Matilde y los jueves en la de Saturnina. Los viernes los reservaban para atender a las pocas visitas que pudieran tener. Los sábados serían para pasearse por el mercado a lucir sus viejas galas y los domingos estaban reservados para misas y oraciones.

Un miércoles, en casa de Matilde, Remedios no pudo más y comentó: “Pues en mi casa anda un extraño”. Todas miraron asombradas pues nadie se esperaba una cosa así. Y con sus ojos estaban inquiriendo más explicaciones. Cada una estaba formando, en su mente, la figura de ese extraño de la Reme. ¿Quién podía ser? ¿Qué aspecto tendría? ¿Sería el espectro de su difunto marido?¿Algún vecino, aprovechando su soledad, había entrado en casa a saber con qué aviesas intenciones?¿Sería solamente un invento de Reme para hacerse la importante?

Preguntaron a la presunta “invadida”: ¿Había visto algo? ¿Solamente fueron voces? ¿Es que oyó voces o solo ruidos? ¿Sospechaba de alguien? ¿Había entrado en el dormitorio?…

Reme se limitaba a decir Sí o No porque sus curiosas vecinas no daban tiempo a nada más. Marcharon ya tarde a sus casas, entre incrédulas y asustadas, a la vez que un poco envidiosas porque no había sido en sus casas. Pasaron la mayor parte de la noche tapadas hasta el cuello pero atentas a cualquier ruido. Nada sucedió ni esa noche ni las siguientes. En sus reuniones de la tarde solamente se oía un “sin novedad” que las ponía cada vez más nerviosas.

Y al miércoles siguiente, Reme entró corriendo diciendo: “otra vez ha venido”. Su cara era una mezcla de enojo, sorpresa y preocupación. Al día siguiente, jueves, fue Saturnina la que contó la visita del extraño. Y, a partir de ese día, cada vez, de forma aleatoria, en una casa distinta, no hubo noche sin visita. La conclusión fue unánime: Algo habría que hacer.

Al domingo siguiente, las cuatro juntas, se lo comentaron al señor cura y éste le quitó importancia al asunto, insinuando que, de seguir, se podría recurrir a una bendición de las cuatro casas para ahuyentar demonios, por si acaso.

Sin esperar a esos extremos y dado que las visitas eran cada vez más frecuentes, se acercaron hasta la armería y se hicieron con garrotes y escopetas. Y, en reunión extraordinaria, decidieron hacer guardias y preparar trampas para pillarlo. Los únicos sitios posibles por donde el extraño podía entrar era por los ventanales del piso de arriba, en la parte de atrás. Sus cristales hacía ya tiempo que desaparecieron.

Esparcieron harina por el suelo para ver sus pisadas, colocaron tablas para que tropezara, e incluso unas trampas para pájaros que encontraron en el desván.

Las cuatro juntas, no fuera que pasara algo, hicieron guardias, cada vez en una casa pero pendientes de los ruidos en las casa vecinas.

Y un día, por fin, escucharon un alboroto en casa de Maturina. Armadas como estaban, llenas de miedo pero decididas a todo, corrieron y se plantaron, escopetas a la cara, frente al intruso.

La figura, iluminada por los haces de luz de las linternas, quedó quieta, envuelta en su ropaje negro y raído. No podía hablar del miedo que tenía. “Por favor, no me matéis” – dijo en un susurro. “Soy la vecina de enfrente y busco algo para poder sobrevivir”.

Las cuatro damas bajaron las escopetas, se sentaron en el suelo y decidieron, después de hacerle la invitación formal, que los viernes la reunión del té se haría en la casa de enfrente. Total, en diez años que llevaban así, no habían recibido ninguna visita.

 Angel Lorenzana Alonso