Arriba, una nube entre blanca y negra se abrió para dejar pasar un rayo de sol. Solamente uno.

Abajo, una ola subió y bajó. Bajó y subió. Deletreando recuerdos de barcos y marineros perdidos, de algas y pájaros, de otras tierras. Y llegó hasta la playa.

Al lado, como sin saberlo, un grano de arena recorrió las dunas acariciando crestas y jugando entre el viento de poniente.

Al otro lado, el árbol sempiterno de raíces y ramas, el árbol de los cánticos verdes de hojas y tallos, recogió en su regazo a pájaros desbandados y huidizos, perseguidores de tormentas.

La nube se hizo negra, el mar sacó a relucir sus grisáceos colores, la playa dejó su mansedumbre y la arena revoloteó sin rumbo cantando canciones agridulces y escarchadas, el árbol tembló como solo tiemblan los que saben, se acurrucó en un abrazo de sí mismo y se quedó quieto.

Ella esperaba. La primera gota cayó sobre sus mejillas. Las siguientes se apelotonaron sobre su cuerpo sin orden, resbalando y empujándose unas a otras, como si tuvieran prisa por llegar al charco formado en la tierra. De nada sirvió su carrera.

El viento azotó el árbol. La arena azotó su cara. La lluvia azotó la playa. El mar azotó la arena.

Y las nubes sonrieron.

Angel Lorenzana Alonso