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Mi paseo de cada mañana llegó hasta la glorieta donde ondea una bandera. Allí, mis fuerzas ya no son tantas y la vista de tantos posibles caminos me cansa un poco más. Y hay días, como ayer, en que busco una silla para sentarme.

Una cafetería, en este rincón en donde antes se juntaban los lados de la muralla y una de las siete puertas de la ciudad daba paso al mundo exterior, estaba desierta y ni los camareros aparecían. Un viejo cubo de la muralla, reconstruido, pero no había nadie. Me senté y mis pensamientos recorrían la vieja muralla, los ábsides de la catedral y las filigranas gaudinianas del palacio.

Ensimismado como estaba, no la vi acercarse. Estaba de pie, mirándome. Una sonrisa iluminaba su cara. A pesar del calor, vestía un traje azul oscuro cerrado hasta el cuello. Y unos guantes blancos adornaban sus largas manos. Me dijo:

  • ¿Podría sentarme un momento?

Me quedé perplejo. No había servicio y todas las mesas y sillas estaban desocupadas. Pero algo me impulsó a invitarla a sentarse conmigo.

Al principio, unas frases sin sentido, una conversación sin fundamento ninguno. Poco a poco, se empezó a hablar de la muralla, rota en mil sitios, de la catedral, imponente por donde se la mirara, de las pequeñas iglesias, de sus campanas, de sus torres… de las misas y oraciones.

Dijo que le apetecería un café. Allí seguíamos solos. Le comenté de acercarnos hasta la plaza. Allí había una terraza al lado de la iglesia. Accedió, nos levantamos y pusimos rumbo, saboreando ya ese café que nos esperaba.

Me dijo su nombre, Aurea, y yo le dije el mío. La fui observando mientras caminábamos. Era alta, caminaba erguida, con porte de señora elegante y señorial. Pelo cano, corto pero bien peinado, acabado en un perfecto moño en la nuca. Traje caro, como ya dije, y unos guantes blancos a pesar del calor veraniego. Tendría no menos de noventa años pero no los aparentaba. Su hablar denotaba amplia cultura y una curiosidad sin límites.

Nos sentamos y, mientras esperábamos nuestros cafés, me habló de la iglesia de las tres campanas, de la cripta de las emparedadas, volvió a la muralla, a los burros de los franceses que la habían destruido, al magnífico palacio que teníamos delante…

Como sin darse cuenta, miró la hora pero se dio cuenta de que no llevaba su reloj. Me preguntó y puso un gesto de fastidio. Una pequeña lágrima resbalaba por su cara.

Le pregunté si tenía prisa… pero no me contestó.

Se iba poniendo triste, me preguntaba la hora a cada momento, bebía pequeños sorbos y removía una y otra vez con la cucharilla. Cada vez con más prisa.

De repente, se levantó, se acercó y me dio un beso largo en la mejilla. Me dijo un “gracias” que se me antojó muy triste y se fue. Mientras llamaba al camarero, apenas la vi entrar en la iglesia.

Corrí detrás, intrigado. Dentro de la iglesia se estaba celebrando un funeral, pero no la vi. Examiné banco a banco, confesionarios, rincones y hasta la sacristía.  Cuando ya iba a salir, pasé cerca del ataúd que ya estaba saliendo de la iglesia, entre cánticos e incienso, camino del coche fúnebre que esperaba a la puerta.

Encima del ataúd, aún estaba la foto de la difunta. Y su nombre: Aurea Salazar.

Angel Lorenzana Alonso