Miles de árboles rompieron a llorar al mismo tiempo y el cielo se cubrió de gris y azul. Mientras, algunos pájaros hablaron y sus palabras brillaron en el bosque envejecido de años y de penas.

Rauda quebró la voz de la tarde y la sombra azulada de años pasados y futuros se extendió en las raíces milenarias.

Entre tanto, ella, absorta en pensamientos de ida y vuelta, mezclada con los claros del bosque y con el rosa de la tarde, trataba de llegar a un camino casi borrado y envuelto en lágrimas de plata.

Nunca encontraba el camino. El bosque la confundía y la llenaba de ruidos que no le dejaban escuchar el eco de sus pisadas. Cayó la noche y las sombras crecieron y crecieron.

Cesó el canto de los pájaros y los árboles se prepararon para dormir. Sin embargo, ella siguió buscando un camino que ya no sabía si realmente existía. Solo un vago recuerdo asomaba a su vista cansada y la llevaba dando tumbos a través de los días empequeñecidos del invierno.

Cerró los ojos, para ver mejor. Y tapó sus oídos para poder escuchar la música del bosque. Y así pasó otra noche más, sin saber dónde estaba ni hacia dónde dirigir sus pasos.

Las noches siguieron a los días y los días se sucedieron sin que nada cambiase y sin que su absorta agonía se quebrase con la ilusión de una nueva sonrisa. Su pecho susurraba silencio y sus dudas atormentaban los sueños.

Y los sueños envolvían de zarzas su pequeña alegría apenas nacida de querer ser una misma y de despreciar consejos y despreciar a las personas que tenía cerca mirando por ella.

Se quedó en medio del bosque, adormecida, sacudida por las ramas cada vez más fuertes de los árboles enemigos que no daban tregua. Nada rompió su silencio, ni recuerdos ni acontecimientos presentes. Y apenas si tenía tiempo para sus sueños.

Por eso, se dejó llevar por la primera brisa que rozó su pelo y se perdió en el viento. Otra vez se quedó perdida sin saber si alguien volvería a encontrarla de nuevo.

 

Angel Lorenzana Alonso